Por Pablo Gutiérrez
El filósofo y teólogo danés, Søren Kierkegaard, entre todos sus postulados, enunció uno que por mucho, me parece intrigante y atrayente a la vez: Hay en toda oscuridad e ignorancia, una interacción dialéctica entre el saber y la voluntad. (La enfermedad mortal, P. 47).
Lejos de entrar a filosofar y a discutir lo que el danés quiso decir, me gustaría apuntar a lo que podemos entender de la frase, informándonos a partir de la Palabra que interpreta la realidad por nosotros, dicha por aquel que ha hablado las mayores verdades, Jesús el Cristo, en la historia de la humanidad: “Velen y oren para que no entren en tentación; el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil.” (Mateo 26:41)
El apóstol Pablo también hizo lo propio: “Porque lo que hago, no lo entiendo. Porque no practico lo que quiero hacer, sino que lo que aborrezco, eso hago” (Romanos 7:15)
Todo creyente está consciente de esto, vivimos con este tipo de lucha interna que libramos a diario. Sabemos y entendemos lo que como hijos de luz DEBEMOS hacer. Entender que debo perdonar no es el problema ni lo complicado. Pero en realidad, no se llamó al creyente a amar a Dios con toda la mente, únicamente. Como cristianos, debemos no solo procurar entender y comprender de qué se trata la vida cristiana, sino efectivamente comenzar a vivirla y a poner en práctica, a partir de una voluntad que se someta a lo que la Palabra ordena.
EL PROBLEMA NO ES LA FALTA DE COMPRENSIÓN
Cualquier creyente que sea perseverante y consistente en sus disciplinas espirituales (o por lo menos, trate de serlo), tiene un entendimiento que ha sido transformado por el Espíritu Santo, además de que voluntariamente estará transformando su entendimiento día tras día, a sabiendas de que está capacitado para hacerlo.
Pero el problema no radica en que el cristiano no pueda comprender lo que la Palabra expone y expresa, Dios nos ha dotado de un cerebro que debemos usar para cumplir con el mandato de amarlo con la mente, es decir, con el entendimiento. No, el problema estriba en que al momento de querer poner en práctica aquello que sabemos debemos hacer, nos encontramos con que las afirmaciones de Jesús, Pablo y Kierkegaard se evidencian como verdaderas: nos cuesta tanto llevar a la práctica aquello que sabemos.
Citaré un ejemplo propio. En varias ocasiones, tantas que he perdido la cuenta, me he encontrado ante la disyuntiva de decir la verdad, a sabiendas de que esto me puede costar algo y tener consecuencias, o bien de mentir. Quisiera decirte que la mayor parte del tiempo digo la verdad (aunque sé que debo hacerlo) pero mi inclinación natural, y la debilidad de la carne ganan. Está bien, también debo admitir que, si hay algo bueno en mí, y en algunas ocasiones sí logro decir la verdad, es porque el Espíritu de Cristo habita en mí y me fortalece para hacer lo que es debido. Pero la naturaleza del viejo hombre es una que cuesta matar.
Es más fácil buscar una manera de autopreservación, de autoprotección, de hacer que no “me vea mal” ante los demás, por el tema del “qué dirán”. Es más fácil buscar una manera de evitar la incomodidad de pasar un rato colorado (sentir vergüenza), o incluso, una situación humillante y bochornosa.
Afortunadamente, existe el ejemplo de vida de Cristo; afortunadamente Cristo hizo lo que nunca en mi vida podría hacer: vivir una vida perfectamente congruente entre el entender, saber o conocer, y el hacer.
Actuamos a partir de lo que sabemos y entendemos, eso es lo que informa nuestro proceder ante las distintas situaciones que encaramos en el día a día. Si luego de comprender el evangelio, nuestro hacer sigue siendo el mismo de antes, debemos detenernos y buscar el oportuno socorro. Un cristiano, aunque sigue luchando con el pecado, también voluntariamente comienza a hacer aquello que antes no hacía: si mentía, ahora habla con la verdad; si engañaba, ahora se conduce con honestidad; si acusaba, ahora analiza sus intenciones y motivaciones antes de juzgar hipócritamente.
LA RESPONSABILIDAD HUMANA EN EL ACTUAR
El hecho de que creamos en la verdad eterna de que ya Cristo vivió la vida perfecta y haya sido la ofrenda que agradó al Padre en cuanto a la satisfacción de su justa ira (1 Pedro 3:18), no nos exime de la responsabilidad que como gente comprada a precio de sangre, tenemos delante de Dios.
Por supuesto que no me refiero a una responsabilidad para salvarnos, eso es real y totalmente imposible para el hombre. Me refiero a la responsabilidad de sometimiento y sumisión total, al llamado a salir de mi zona de comodidad, es decir, a mortificar mi carne. Es algo que activa y constantemente debemos hacer.
Por supuesto que estoy totalmente a favor de que el cristiano use su mente, y ame de esta manera a Dios, cumpliendo así con el mandato bíblico. Por supuesto que estoy de acuerdo en que el ser un seguidor de Cristo no significa que debamos desconectar el cerebro y convertirnos en una especie de zombi que actúa instintivamente. Pero también debemos estar conscientes de que llenar la cabeza de conocimiento no necesariamente implica que nuestro actuar sea constantemente el más cristiano.
El estar conscientes de lo que debemos hacer, y el elegir voluntariamente no hacerlo, nos hace responsables de pecado (Santiago 4:17).
Todo esto, más que llenarnos de tristeza y desesperanza, nos debe seguir provocando a voltear constantemente a esa cruz y a esa tumba vacía. En nuestra batalla entre el saber y el hacer, no estamos solos. Aquel quien murió y resucitó, prometió estar con nosotros hasta el fin, y de hecho, lo está mediante su Espíritu que es la garantía de la inminente vuelta del Cristo de Dios.
Hagamos eco, a diario, de lo que el apóstol Pablo dijera en su oportunidad: “Gracias a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.” (Romanos 7:25ª)
¡Amén!