Por Geoffrey Thomas
No hay ninguna otra manera de ver la humildad sino por medio de Jesucristo, Pablo nos dice: “Y hallándose en forma de hombre, se humilló Él mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Filipenses 2:8 (NBLH) El Hijo de Dios se humilló a Sí mismo. Eso fue algo extraordinario. Pero hay más. Él fue hecho a semejanza humana. Dios “el Hijo” en un establo, Sus pañales cambiados y siendo lavado y alimentado por una madre joven, María. Pero hay algo más. Él tomó la naturaleza de un siervo. Dios lavando los pies. ¡Pero hay más! Como dice Donald Macleod en “A Faith to Live” (Una fe para vivir)
“¿Qué pensaron los ángeles de todo esto? Un día parpadearon atónitos al ver a su gran Creador en un pesebre de Belén. Debieron haber visto un espectáculo inexplicable. Luego, a medida que pasaban los días y los años, vieron avanzar un drama que debió haber sobrecargado todos los circuitos de sus computadoras. Un día llegó la noticia de que su Señor estaba en Getsemaní, y uno de ellos había sido enviado para fortalecerlo. Horas después llegaron noticias aún más asombrosas: estaba sangrando en la cruz del Calvario. Eso, seguramente, fue el tope máximo: ¡lo peor! ¡Pero no! ¡Lo siguiente fue que el Padre lo había abandonado! ¡El Dios que tenía como meta borrar las lágrimas de los ojos de su pueblo, no borra las lágrimas de su propio Hijo! Así fue desde el principio hasta el final de la vida terrenal: ¡abajo, hundido! El tremendo paso del trono al establo, y luego el increíble viaje desde el establo a la cruz y más allá, el viaje en la cruz desde la inmolación hasta el abandono. Los ángeles debieron haber estado diciendo: “¿Esto nunca terminará? ¿Qué tan bajo va a llegar? ¿Qué tan bajo tiene que vivir?”
Note tres cosas sobre la estructura de los comentarios de Pablo sobre la humildad.
Primero, “Él se humilló a sí mismo”. Jesús deliberadamente dio cada paso por sí mismo. En otras palabras, no se trataba de estar solo en un lugar privilegiado y luego dar un paso desde el trono hasta nuestra redención. No. Había una escalera que bajaba y bajaba, y en cada escalón se tallaron palabras como estas: concepción, nacimiento, establo, debilidad infantil, refugiado en Egipto, taller de carpintería, bautismo, tentaciones en el desierto, Satanás, viajes constantes, interminables enseñanzas, sanidades constantes, traición, Getsemaní, flagelación, crucifixión, abandono, muerte, sepultura. Cristo baja y baja. En la cruz, sondeó las profundidades del lago de fuego cuando entró en el horno universal del pecado llamado Gólgota.
Segundo, Pablo dice que Jesús “se hizo obediente hasta la muerte”. La palabra clave aquí es “obediente”. Los sufrimientos de Cristo no fueron el destino. No fue que una gran rueda giratoria se estrelló en la vida de Jesús, y antes de eso estaba indefenso. No fue una calamidad. No fue el accidente del sufrimiento. Fue la obediencia a que Dios lo destinara para convertirse en el Cordero de Dios que quitaría el pecado del mundo. Entonces, fue la obediencia a todas las implicaciones de eso: arresto, juicio, flagelación, burla, dolor insoportable.
Dios hizo de Él una maldición que no conoció pecado para que seamos hechos justos de Dios en Él (2 Corintios 5:21), y estamos diciendo que en cada etapa el Hijo era obediente. El primer Adán ni siquiera pudo obedecer el simple mandamiento de no tomar una fruta de un árbol en el Paraíso. El último Adán mostró una gama de obediencias costosas año tras año en el desierto de este mundo. Por la desobediencia de un hombre, muchos fueron hechos pecadores, y así por la obediencia de un hombre, muchos fueron hechos justos. Desde Belén hasta el Gólgota, el Dios-hombre practicó la obediencia. Fue la obediencia sustituta, y esa obediencia de Cristo es la justicia del pecador creyente. Estamos vestidos con todo el mérito, toda la elocuencia y todo el discernimiento de la inquebrantable obediencia del Hijo de Dios desde la cuna hasta la cruz. No hubo ningún momento en toda esa experiencia en el que Él no haya dejado de ser el Redentor. No hubo día en esa vida plena en que no estaba actuando en una capacidad de sustitución. Cada momento tenía la gloria de la Gracia y la Verdad, la gloria de la asombrosa obediencia del Dios encarnado. Eso es lo que se nos imputa a fin de que estemos revestidos de Su mérito y justicia.
Finalmente, se nos dice que Jesús “se hizo obediente hasta la muerte, incluso la muerte en una cruz”. Hay muerte, y luego está la muerte. Existe lo que Apocalipsis llama la segunda muerte, pero hay una muerte para el cristiano que no puede separarnos del amor de Dios en Cristo. Existe la anticipación de una muerte que significa estar ausente del cuerpo y estar presente con el Señor. Esa muerte es sin aguijón, una muerte sin anatema y condena. Pero esa no es la muerte mencionada en Filipenses 2. La muerte en Filipenses 2 es la muerte maldita, la segunda muerte. El que no conoció pecado murió como aquel a quien se le dio culpa y vergüenza. Él murió pagando el precio del pecado. Él murió haciéndose maldito y no se rehusó. Murió con la absoluta integridad de Dios enfrentándolo a Él, y no hubo vuelta atrás. Dios no dice: “Cuan obediente ha sido, así que debo perdonarlo”. Dios no lo perdonó. Todo lo que nuestro pecado merece, pasó por su alma en esta muerte. Todo favor divino fue retirado de él.
Este es el ejemplo de Cristo. Entonces tenemos el mismo pensamiento y teniendo el mismo amor. Nos negamos a mirar nuestros propios intereses, pero estamos muy preocupados por los intereses de los demás.
Amor que cuesta, amor que hiere, amor del Gólgota, amor de Siervo. El mundo debe ver ese amor en la comunidad cristiana, y así tendrá su impacto en ellos.
Usado con permiso de Ministerios Ligonier. Puedes encontrar el artículo original en inglés aquí. Traducido por Felipe Amézquita
Fotografía en Unsplash