Por Tim Keller
Una de las cosas más sorprendentes acerca del evangelio de Marcos (y los otros evangelios) es cuánta atención Jesús le da al corazón humano. El núcleo de la historia de la curación del paralítico por parte de Jesús es cómo “sabía en su espíritu…. lo que estaban pensando en sus corazones” (Marcos 2:8).
No sólo discernía los pensamientos del corazón y los motivos de sus críticos, sino también los del hombre paralizado, a cuyos anhelos no articulados de perdón responde Jesús. En Marcos 3:5 Jesús está profundamente angustiado por los “corazones tercos” y en Marcos 7:6 condena a las personas que alaban a Dios en la adoración y, sin embargo, “sus corazones están lejos de mí”. De hecho, Jesús asusta a sus oyentes cuando dice que lo que nos condena es lo que “sale del corazón” (Marcos 7:19, 21). El cumplimiento de la ley y la observancia religiosa no significan nada si los motivos y propósitos del corazón no están puestos en Dios, sino más bien en la aprobación humana o en la autocomplacencia. Sólo podemos agradar a Dios y ser libres si Él es el objeto del mayor amor de nuestro corazón (Marcos 12, 30. 33).
Para los griegos y romanos, la gran lucha humana fue entre la mente (que creían que residía en el alma) y las pasiones (que creían que residían en el cuerpo). Si querías alcanzar la fuerza, el coraje, el autocontrol y la sabiduría, aprendiste a sublimar las emociones a los preceptos de la razón.
Para la gente moderna, la gran lucha es casi al revés. Creemos que nuestros sentimientos más profundos son “lo que realmente somos” y no debemos reprimirlos ni negarlos. La gran lucha humana es entre las emociones y una sociedad represiva que tan a menudo se interpone en el camino de la autoexpresión y la realización.
La Biblia no enseña ninguna de las dos cosas. Dice que la lucha humana ocurre dentro de una sola entidad – el corazón humano. La principal lucha humana no es entre el corazón y otra cosa, sino entre fuerzas que lo desgarran en diferentes direcciones. La gran batalla es decidir hacia dónde se dirigirá el mayor amor, esperanza y confianza de tu corazón.
El “corazón” para los angloparlantes significa las emociones. Pero la Biblia también dice que nuestro pensamiento viene del corazón (Génesis 6:5; Proverbios 23:7; Daniel 2:30) así como nuestra voluntad, nuestros planes y decisiones (Proverbios 16:1,9; Mateo 12:33-34). Esto nos confunde hasta que nos damos cuenta de que la visión bíblica de la naturaleza humana es revolucionaria, diferente a la que se encuentra en otros sistemas humanos de pensamiento.
El corazón es usado como una metáfora del asiento de nuestra orientación más básica, nuestros compromisos más profundos, en lo que más confiamos (Proverbios 3:5; 23:26); es en lo que más amamos y esperamos, en lo que más apreciamos, en lo que más atesoramos, en lo que capta nuestra imaginación (Mateo 6:21). Cada corazón tiene una inclinación (Génesis 6:5), algo hacia lo que está dirigido. La dirección del corazón, entonces, lo controla todo, nuestro pensamiento, sentimiento, decisiones y acciones. Lo que más amamos lo encontramos razonable, deseable y factible. Lo que más apreciamos en nuestros corazones controla a la persona en su totalidad. No es de extrañar que Jesús se preocupe tanto por nuestros corazones. No es de extrañar que Dios ignore los asuntos externos y mire supremamente al corazón (1 Samuel 16:7; 1 Corintios 4:5; Jeremías 17:10) No es de extrañar que los profetas dijeran que la meta de la salvación no es el mero cumplimiento, sino tener la ley “escrita en el corazón” a través del renacimiento espiritual (Jeremías 31:33.) Siempre, al final, hacemos lo que el corazón más quiere.
La comprensión bíblica del corazón es culturalmente revolucionaria. Cuando San Agustín escribió sus confesiones, el mundo antiguo nunca había visto nada parecido.
Exploró su pasado, su historia y las motivaciones internas que lo movieron. La razón por la que la época clásica nunca produjo tal obra fue porque, en su opinión, los motivos y sentimientos internos eran intrascendentes, simplemente cosas que había que superar. Por otra parte, nuestra cultura contemporánea no tiene forma -como Agustín- de tamizar las emociones, de descubrir cuáles de ellas son liberadoras porque nos alejan de la miseria del ensimismamiento, y cuáles son esclavizantes.
No puedes cambiar simplemente cambiando tu pensamiento, o a través de grandes actos de voluntad, sino cambiando lo que más amas. El cambio ocurre no sólo al darle a tu mente nuevas verdades, aunque esto involucra eso, sino también al alimentar la imaginación con nuevas bellezas para que ames supremamente a Jesús. Cambiamos cuando cambiamos lo que más adoramos. ¿Cómo lo hacemos? Al ver que el corazón de Jesús fue aplastado y roto al morir en la cruz por nosotros (Salmo 22:14). Es cuando adoramos a un Salvador crucificado que nuestros corazones son transformados