Por David Strain
En el Salmo 130, el autor asume el papel de un soldado puesto para vigilar las murallas de la ciudad durante la larga noche oscura. El sol aún no ha salido. La madrugada aún no ha llegado. Pero vendrá, y después, al final, su guardia terminará. Y por tanto, observa por el amanecer con confianza. Ciertamente, el salmista dice que él espera por el Señor “más que los centinelas a la mañana” (vv. 5-6, énfasis añadido). Él espera con mayor certeza que incluso el centinela quien conoce lo inevitable del amanecer. Él está seguro del amanecer de la Esperanza de Israel, en quien hay “abundante redención” (v. 7).
Cuando Simeón fue al templo aquél día, en Lucas 2:27, él también era como un centinela esperando por el amanecer. “Justo y piadoso”, él “esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba sobre él” (v. 25). Sin duda, día tras día él había estado esperando pacientemente. Pero como el salmista, él sabía con seguridad que el amanecer estaba cerca: “Y por el Espíritu Santo se le había revelado que no vería la muerte sin antes ver al Cristo (al Mesías) del Señor”(v. 26). Pero a pesar de su confianza, poco sabía él cuando entró al templo aquél día, como lo había hecho en muchos días antes, que su espera finalmente estaba por terminar.
La ley Mosaica requería que cuarenta días después de haber dado a luz, la nueva madre debía sacrificar un cordero y un pichón para ofrenda por el pecado. Si la familia no tenía los recursos para un cordero, “dos tórtolas o dos pichones” eran alternativa aceptable (Levítico 12:2, 8). En Éxodo 13:2, Dios también dijo, “Conságrame (Santifícame) todo primogénito. El primer nacido de toda matriz entre los Israelitas, tanto de hombre como de animal, Me pertenece.” En Números 18:15-16 se provee para la redención del hijo consagrado por el pago de cinco siclos.
Dado este antecedente, el ojo de la fe no necesita esforzarse demasiado para ver las santas ironías desplegadas en el templo aquél día. En sus brazos, María sostuvo a el Único cuya sangre lograría lo que la sangre de los pichones sólo podía simbolizar. Su pobreza no podía proporcionar el sacrificio de un cordero, pero el verdadero Cordero, que durmió en sus brazos aquél día, la limpiaría de cada uno de sus pecados. María y José pagaron cinco siclos por la redención de su hijo en el templo. Pero su Hijo pagaría con Su vida por la redención del mundo en la cruz. Nunca antes o desde que se tenían estos rituales, tan familiares para generaciones de judíos, cargó un significado tan enorme. Y fue justo cuando estos ritos se llevaban a cabo que Simeón llegó a continuar su vigilia habitual.
(No hay manera de enfrentar la eternidad, hasta que, como Simeón, nuestros ojos hayan visto la Salvación del Señor)
Qué gozo debió inundar su corazón cuando, guiado por el Espíritu, tomó a Jesús en sus brazos, bendijo a Dios, y empezó a cantar, “Ahora, Señor, permite que Tu siervo se vaya en paz, conforme a Tu palabra” (Lucas 2:29). El sol por fin había salido. La larga noche oscura había terminado. Y ahora podía ir a su descanso, porque “mis ojos han visto Tu salvación” (v. 30).
Nótese que el bebé que Simeón sostiene no simplemente trae salvación. Él es salvación. Ver al niño Jesús era ver la salvación del Señor. Él es “luz de revelación a los gentiles, y gloria de Tu pueblo Israel” (v. 32). Él no sólo da luz y otorga gloria. Él es la luz y la gloria de gentiles y judíos. Lo que tenemos en el evangelio no es alguna abstracción, alguna lista de beneficios y bendiciones (perdón, adopción, santificación, y similares) repartidos en una fría transacción. Lo que tenemos en el evangelio es Cristo mismo, y en Él, todo lo que necesitamos. Él ha venido para nosotros “sabiduría de Dios, y justificación, santificación y redención” (1 Corintios 1:30). El evangelio no es fríamente transaccional pero sí gloriosamente personal. Jesús mismo es la salvación del Señor, nuestra luz y nuestra gloria.
Y nótese también el alcance de la salvación disponible en Cristo. Jesús fue preparado, Simeón canta, “en presencia de todos los pueblos; luz de revelación a los gentiles, y gloria de Tu pueblo Israel” (Lucas 2:31-32, énfasis añadido). La salvación es para todos, disponible para todos, en el Señor Jesucristo. Tenemos buenas noticias para cada persona, este pequeño niño indefenso, tan vulnerable, tan débil, es la magnífica provisión de Dios para la redención del mundo.
¿Cuál debiera ser nuestra respuesta a la venida del Señor Jesucristo? Una respuesta viene cuando señalamos cuidadosamente el orden del canto de Simeón. Él abrazó su propia partida en paz sólo porque había visto la salvación del Señor. Fue sólo porque él sostuvo en su abrazo a Cristo el Señor, que él recibió el abrazo del fin de la vida terrenal. En sus brazos, quien es la Resurrección y la Vida dormía contento, y entonces no había temor en la muerte, y el fin de la larga espera de la vida se acercó con agradecida anticipación más que con un triste lamento. Jesús nació “para anular mediante la muerte el poder de aquél que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo, y librar a los que por el temor a la muerte, estaban sujetos a esclavitud durante toda la vida” (Hebreos 2:14-15). Él vino para cambiar la muerte en una entrada para el descanso de todos los que creen. No hay manera de enfrentar la eternidad, hasta que, como Simeón, nuestros ojos hayan visto la Salvación del Señor. La pregunta apremiante que debemos hacernos nosotros mismos entonces, mientras celebramos el nacimiento de Jesús, es esta: ¿He abrazado a Cristo el Señor? Después de todo, hay abundante espacio en Él, incluso para mí.
Usado con permiso de Ligonier. Puedes encontrar el artículo original en inglés aquí. Traducido por Azalea Jael Arreola
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