Una de las más tristes características de la historia cristiana ha sido la manera en que se han degradado los grandes epítetos que se han aplicado a la Iglesia, a tal punto que han llegado a ser términos de oprobio. Para mucha gente, la palabra ortodoxia en el acto sugiere algo muerto, formal y estéril. Para muchos otros, la palabra Católico sirve sólo para activar el fuego de la burla. Más recientemente, la palabra Carismático ha sufrido el mismo destino. Porque un grupo de creyentes lo han reclamado como exclusivamente suyo, otros han renunciado a ello totalmente y hasta han llegado a igualar el «volverse carismático» con «irse al diablo».
Pero esta degradación de nuestra actualidad eclesiástica está mal orientada. Toda iglesia verdadera debe ser ortodoxa, católica y carismática. La ortodoxia no es más que la profesión de la verdad. Catolicidad significa que pertenecemos a la única Iglesia, pues Cristo tiene sólo una Iglesia. Y ser carismático significa simplemente que dependemos de los dones del Espíritu para nuestra sobrevivencia.
En el clima actual, esto último es peculiarmente importante. Sería totalmente trágico que en reacción ante los excesos pentecostales, perdamos de vista el hecho de que la iglesia es carismática en su naturaleza misma. No puede existir sin ser carismática. La palabra tiene que ser usada, por supuesto en su sentido bíblico. No significa la posesión de una amabilidad magnética, o una personalidad dominante o dones naturales sobresalientes. Tampoco significa hablar en lenguas, ni envolverse en una adoración del tipo discoteca y enfatizar la espontaneidad a expensas del orden. Decir que la Iglesia es carismática, es afirmar que posee dones espirituales y que depende de estos dones para su efectividad. ¿Cómo puede una iglesia renunciar a todos sus derechos a tal status? Está compuesta de personas espirituales. Constituye un templo espiritual. Sus miembros no son los sabios, los poderosos y los nobles, sino los sin letras, los débiles y los ordinarios. Ellos pueden servirse unos a otros (y a la comunidad fuera de ellos), sólo en el poder del Espíritu que les confiere una gran variedad de dones espirituales. Algunos de estos dones (los dones revelatorios) han cesado. Pero la vasta mayoría de ellos continúan, es decir, sabiduría, conocimiento, enseñanza, consejo, gobierno, liberalidad, liderazgo, servicio, consolación, exhortación, administración. Estos dones son tan vitales para la Iglesia como lo eran para los creyentes del primer siglo.
Ministerio carismático
El ministerio carismático de la Iglesia es aún más obvio en relación a los oficiales. Cada funcionario eclesiástico es un hombre espiritualmente dotado de dones. Esto es perfectamente claro incluso en la Iglesia del Antiguo Testamento. Los profetas, los reyes, los jueces, los sacerdotes, todos ellos eran figuras carismáticas. La percepción del Nuevo Testamento es la misma. El apostolado era un don, una charis (Rom. 1:5). Los demás oficios eran concebidos de la misma manera. Estos dones no estaban relacionados a las habilidades naturales o a la formación profesional sino que eran dones del Espíritu. El maestro tenía que ser «apto para enseñar». El pastor tenía que poseer el don de gobierno. Incluso aquellos que servían a las mesas tenían que ser llenos del Espíritu.
Lamentablemente, la Iglesia no retuvo esta visión por largo tiempo, por lo que muy rápido prevalecieron opiniones alternativas. La opinión más ampliamente extendida es la sacerdotal, la misma que casi veía al pastor como un sacerdote, con poderes casi mágicos. Las responsabilidades de dicho hombre se centraron en los sacramentos. En los Servicios de la Cena del Señor él transformaba el pan y el vino en el cuerpo total, alma y divinidad del Hijo de Dios, ofrecía estos elementos a Dios como un sacrificio propiciatorio y los distribuía a los feligreses para su nutrición espiritual. En el Servicio del Bautismo el pastor/sacerdote administraba un rito que automática e invariablemente regeneraba al que lo recibía. Aquel pastor no era carismático. En realidad era un brujo «cristiano».
El presbiterianismo, en su mayoría, escapó de esta distorsión particular. En vez de ello, enfrentó el peligro de un profesionalismo no bíblico. La idea que prevaleció era la de que, cualquier hombre respetable, con una inteligencia normal, podía ser capacitado para el ministerio mediante un entrenamiento universitario apropiado. Además uno podía sobrevivir en el ministerio si ponía atención a los elementos comunes del profesionalismo, o sea, una cuidadosa atención a las expectativas del consumidor, diligencia en sus diarias tareas y ser puntual en sus citas. Los modelos tradicionales de tal profesionalismo eran los maestros y los doctores. Más recientemente, especialmente en Estados Unidos, se han visto a sí mismos como directores ejecutivos. El lugar donde el pastor guarda el atuendo ha llegado a ser una sala de reuniones y la iglesia ha sido conducida según los mejores métodos empresariales.
Los detalles pueden ser distintos, pero el principio es el mismo como con frecuencia prevalecía en Escocia, el chico con los donacadémicos para superar, que se graduaba mediante el entrenamiento del maestro del colegio, podía luego acceder al pastorado de una respetable congregación.
Estos dos conceptos (el sacerdotal y el profesional) implican una traición a la visión del Nuevo Testamento. En la Iglesia apostólica, el ministerio era remotamente sacerdotal a tal punto que la escasez de referencias a los sacramentos es bastante asombrosa, y su relativa poca importancia alcanza su expresión formal en 1 Corintios 1:17, «Cristo no me envió a bautizar». El ministerio era también remotamente profesional, pues aparte de Pablo, las figuras sobresalientes del Nuevo Testamento tenían poca educación formal. Ellos eran carismáticos. Esto implicaba varios diferentes factores.
Primero, el pre-requisito para el oficio era la posesión de dones espirituales. Ello es muy evidente con respecto a los oficios de revelación. Ninguna cantidad de educación, experiencia o sentido común podía convertir a una persona en apóstol o en profeta. Lo mismo era verdad en otras áreas. No era la educación formal la que hacía de alguien un maestro. No es que el entrenamiento no sea importante (2 Tim. 2:2), sino que lo más fundamental era que la persona sea «apto para enseñar» (didáktikos). Esto implicaba dos dones más, el de conocimiento y el de comunicación. Estos no tenían que ver con aprender de libros (aunque esto no debía despreciarse ya que Pablo tenía sus pergaminos). Estos dones eran asunto de percepción espiritual. El maestro carismático ve así la verdad a la que ama. Es más, la percibe en sus aplicaciones prácticas y en relevancia pastoral. Su don no es un mero conocimiento de la verdad, sino la habilidad de aplicarlo a las necesidades del pueblo de Dios de tal manera que sea confortado, amonestado e inspirado.
Las habilidades de comunicación de los predicadores cristianos son igualmente carismáticas. Ellas no son idénticas a las del periodista, político o publicista profesional. En efecto, en 1 Corintios 2:4, Pablo las desconoce. La comunicación espiritual está marcada, no por su profesionalismo deslumbrador, sino por el cuidado, la honestidad y la audacia.
El mismo principio puede extenderse a otras áreas del ministerio cristiano. El liderazgo en la iglesia tampoco es un asunto de dones naturales. Es un asunto de sabiduría espiritual, visión y coraje. Aquellos que la poseen pueden ser hombres de gran timidez natural e inseguridad en sí mismos. Pero su debilidad es equilibrada por el hecho de que ellos esperan en el Señor. Del mismo modo que en el Nuevo Testamento, al enfrentarse con las presiones de la consejería, los pastores podían pretender poco conocimiento de sicología y psiquiatría. Tampoco ellos poseían un entrenamiento clínico. Pero ellos tenían dones, charísmata. Tenían la sabiduría que viene de arriba. Tenían la dirección del Espíritu. Tenían la habilidad dada por Dios para aprender las lecciones de la experiencia y para aplicar los principios bíblicos de conducta. Para todos aquellos hombres, el conocimiento de los principios básicos de la psiquiatría eran como bonos muy bienvenidos. Pero en ningún momento, algún título de competencia académica puede compensar la ausencia del don pastoral en sí mismo.
Segundo, dentro del esquema del concepto carismático del ministerio, la posibilidad de éxito y efectividad radica solamente en el Espíritu Santo. Esto es lo más humillante en toda la gama de experiencias de la Iglesia. Ni la habilidad natural, ni el entrenamiento académico, ni la diligencia personal pueden garantizar la efectividad. El evangelio debe llegar en Palabra (1 Tes. 1:5), pero si solamente llega en Palabra es inútil. Debe llegar en demostración de poder del Espíritu (1 Cor. 2:4) y debe ser predicado con el Espíritu enviado desde el cielo (1 Pe. 1:2). El mensaje debe ser del Espíritu, las palabras deben ser del Espíritu («palabras que el Espíritu Santo enseña»). El impacto debe ser del Espíritu («cuyo corazón fue abierto por el Señor» según Hechos 16:14). Sin esta acción concurrente del Espíritu somos inútiles, incluso cuando predicamos ante los cristianos. Y para nuestro desagrado, nosotros nunca podemos garantizar, manejar o mandar su concurrencia. Incluso en situaciones de avivamiento, cada instancia de bendición es el resultado del don soberano del amor discrecional de Dios. Esta es la razón por la que todos los programas de crecimiento eclesiástico (el equivalente eclesiástico de la administración por objetivos) son virtualmente blasfemos. Tal práctica es equivalente a dictarle a Dios el número preciso de milagros de gracia que esperamos que Él realice. Hasta donde concierne a la bendición real y permanente, nosotros permanecemos totalmente dependientes del flujo y reflujo del poder de Dios.
Tercero, las obligaciones y los peligros del ministerio cristiano son aquellos relacionados con una situación carismática. Como Pedro, nosotros necesitamos un Pentecostés, para ser llenos del Espíritu Santo. Necesitamos agitar (o soplar la llama) el don de Dios que está en nosotros. Tenemos que evitar de contristar o apagar el Espíritu. Debemos vivir en el santo temor de lo que es siempre la última posibilidad, que Dios retire su Espíritu de Saúl y su fortaleza en Sansón. Lamentablemente, el hecho de tal retiro divino, puede a menudo, ser no percibido por la Iglesia y por el individuo mismo. Pero sea consciente o no de ello, se quedará solamente con la vacía caparazón del oficio. Toda la gloria, todo el poder y toda utilidad se habrán ido. Llega a ser una maleza de la tierra.
El servicio de adoración carismático
La naturaleza carismática de la Iglesia es también evidente en el servicio de adoración. Esto está ya indicado en la declaración del Señor a la mujer samaritana en Juan 4:24, «Dios es Espíritu y los que le adoran, deben adorarlo en Espíritu y en verdad». Tanto la ortodoxia como la liturgia apropiada son altamente deseables, pero no son suficientes. La adoración debe ser en Espíritu. Ello es posible sólo para el hombre espiritual, y sólo cuando en el mismo momento de nuestro acercamiento seamos llenos del Espíritu de Dios.
Desafortunadamente, tenemos la tendencia de ver esta cualidad carismática en una dirección equivocada. La adoración no es carismática simplemente porque incluye guitarras, coros, aplausos y danzas. Tampoco es carismática porque es espontánea, exuberante y regocijante. No podemos permitir que nuestra adoración se base en el principio del placer. Eso sólo sería cambiar una forma de hedonismo por otra. La adoración carismática deber estar marcada por el control bíblico. El Espíritu no nos incitará y estimulará en una manera que contradiga lo que ha revelado en su Palabra. Igualmente, la adoración carismática debe estar marcada por el auto-dominio. El espíritu de los profetas estará sujeto a los profetas. La adoración bíblica no es una experiencia de éxtasis en la que las personas pierden toda conciencia de sí mismas, del mundo y de Dios. Más bien retiene el sentido de la santidad de Dios (Isa. 6:3) como alguien augusto, trascendente y temible. Nuestra confianza de acercarnos a Él viene, no de la presunción de una sobre-familiaridad sino de su propia invitación. Nos acercamos a Él con devoción y humildad porque nos acercamos autocríticamente. Los labios con los que adoramos son impuros, lo mismo que los de aquellos que adoran junto con nosotros (Isa. 6:5).
La calidad carismática de la adoración cristiana es mucho más evidente en relación con la predicación, la cual, como hemos visto, nunca puede ser un ejercicio meramente formal, profesional y académico. Es muy dudoso que la predicación de esta manera entendida pueda ser completamente ensayada. En realidad la práctica de leer los sermones aparece, sospechosamente, como un intento de eliminar la dependencia que debe haber en la predicación y reducirla a algo manejable. En la auténtica predicación siempre hay un elemento de ansiedad, un temor y temblor que nace del temor que el Espíritu no nos conservará y que seamos confundidos en nuestra ineptitud. La predicación carismática depende de que el hombre esté lleno del Espíritu. La audacia es del Espíritu. La sabiduría es del Espíritu. Sobre todo, el poder es del Espíritu. El Espíritu es el que da coherencia al mensaje, nos remuerde la conciencia, causando temblor en los hombres, eliminando sus prejuicios, ganando el consentimiento de sus intelectos y abriendo sus corazones a Cristo. En la ausencia de estos factores, nuestra oratoria, nuestra pasión, nuestra lógica y profundidad, no tienen ninguna esperanza de éxito como la de un agricultor que siembra la semilla en la autopista.
La calidad carismática de la adoración es también evidente en la oración. Debemos orar en el Espíritu (Ef. 6:18ss). El debe enseñarnos cómo orar (Rom. 8:26), porque nosotros somos pobres jueces de nuestras necesidades, e incluso los más pobres jueces de lo que Dios ha hecho posible para nosotros. Él también es quien nos instruye cómo orar, con gemidos y perseverancia, pero también con audacia y aventura. Tampoco debemos dejar de lado el hecho adicional que donde la oración es carismática (cuando es del Espíritu) abarcará a toda la Iglesia. No sólo se preocupa por las necesidades propias de sus círculos cercanos. Cada día del Señor la adoración carismática orará por «todos los santos» (es decir, por todos los que en todo el mundo profesan la verdadera fe).
El carácter carismático de la adoración es igualmente claro en relación con nuestra alabanza. Los cánticos que cantamos deben ser espirituales (Ef. 5:19). Y así debe ser también la manera cómo los cantamos. Esto no es un asunto de mero entusiasmo. La alabanza espiritual no puede igualarse, en forma simplista, con la alabanza efusiva. Debemos cantar con entendimiento. No podemos cantar desde lo profundo del Salmo 130 con la misma energía con la que cantamos aquellos grandes himnos como el salmo 100 y el 24. Hay, pues, cantos de gozo y cantos de dolor, cantos de acento apagado y cantos de retumbante aclamación. En la adoración carismática el volumen y los tiempos serán tan variados como las verdades que cantamos y los modos que expresamos. Pero el volumen y los tiempos se relacionan sólo con lo externo. La gloria real de la adoración carismática radica en algo más profundo. Hacer melodía en nuestros corazones, una melodía que resulta del estar llenos del Espíritu (Ef. 5:19), y una melodía que es muy independiente de nuestras circunstancias. El adorador carismático da gracias a Dios siempre en todas las cosas.
Cada creyente es carismático
Finalmente, la vida diaria de cada creyente es carismática. El ha sido bautizado y lleno del Espíritu y como consecuencia de ello, cada creyente tiene dones con los cuales se espera que sirva al cuerpo de Cristo. No todos tienen los mismos dones ya sea en número o en eminencia. Dios distribuye los dones a cada uno de acuerdo a su soberana voluntad. Pero ninguno puede considerarse a sí mismo como inútil o sobrante. Cada miembro tiene un rol significativo dentro del cuerpo de Cristo. Sin su contribución el cuerpo se empobrece, porque éste depende de lo que cada parte aporta si es que está funcionando correctamente. La contribución de algunos miembros puede merecer una aclamación pública, pero los demás no deben sentirse desanimados. El organismo necesita de su ayuda, de su liberalidad, de su compasión, de su consuelo, de su intercesión, de su consejo privado o de cualquier otra cosa que el Señor haya conferido sobre ellos por causa del cuerpo.
A la inversa, cada miembro necesita de los dones de todos los demás. Ni siquiera el más honorable puede decir, «no te necesito» (1 Cor. 12:21). Todos nosotros debemos encerrarnos dentro del cuerpo en una relación viviente con la cabeza y sostenidos por la fuente de su sangre. Esto es algo que los líderes cristianos deben tomarse el trabajo de recordar. A veces estamos terriblemente aislados, de lo cual resulta que, no sólo dejamos de entender a los otros miembros, sino que nos privamos a nosotros mismos de los incontables pequeños servicios que ellos pueden ofrecernos. Nosotros también necesitamos ser animados, reprobados, acompañados y la palabra directa que haga pedazos la charlatanería y la pretensión. Pretender autosuficiencia, ya sea emocional o en otros aspectos, es correr el riesgo de la deformación de nuestra personalidad y terminar en una tonta deformación espiritual.
Es también parte de nuestro status carismático el hecho que cada cristiano está espléndidamente dotado para cumplir las exigencias de su propia existencia. Esto puede ser suficientemente demandante, los sufrimientos del tiempo actual, los engaños del diablo, las perplejidades de la toma de decisiones y las inflexibles demandas de la ética cristiana. Reflexionar sobre las dificultades es arriesgarse a la parálisis. Pero no enfrentamos todas estas cosas con nuestros limitados recursos. Estamos unidos a Cristo. Estamos llenos con su Espíritu. Estamos irrigados y refrescados por los ríos de su gracia (1 Cor. 12:13). Nuestro potencial no debe medirse en términos de nuestra herencia o carácter personal, nuestra disciplina propia, educación y crianza. Somos figuras carismáticas de un potencial ilimitado. Puede ser que por nuestra disposición y temperamento seamos débiles e inadecuados. Pero como carismáticos, esperando en el Señor, renovamos nuestra fuerza. Podemos elevarnos como con alas de águila. Podemos correr y no cansarnos. Caminamos y no nos fatigamos (Isa. 40:31). Dentro de nosotros está el ser más que conquistadores, superconquistadores, y, hasta podemos decir junto con Pablo, «todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Fil. 4:13). El tal puede aguantar cualquier dolor, soportar cualquier carga, subir cualquier montaña, vencer a cualquier enemigo.
Pero hay algo aún más grande: el carácter cristiano es carismático. Ese carácter es bien definido en Gál. 5:22ss, donde todas las virtudes y atributos de un cristiano se describen como el «fruto del Espíritu». Vale la pena notar que «fruto» está en singular. Las obras (plural) de la carne son variadas y discordantes. El fruto del Espíritu es unitario, un manojo de gracias unidas indisolublemente. Donde una de ellas existe, todas las demás existen. El fruto no es: amor o gozo o paz, sino amor y gozo y paz y fidelidad y todos los demás. Más importante aún, estas cualidades son el fruto del Espíritu, no de la educación, o del ambiente social, o de la cultura, o de la ideología. El cristiano no puede explicarse desde abajo. Todo el secreto de su vida está en que él es espiritual, no sólo en algunas circunstancias, sino en todas; no ocasionalmente sino habitualmente. Lo que él es, es una consecuencia de la morada del Espíritu en él, se desarrolla de la semilla de Dios implantada en él. Es el fruto de nuestro enraizamiento en Cristo.
Entre otras cosas, esto es de enorme importancia para nuestra imagen propia. Podemos ser más cristianos, miembros del cuerpo relativamente sin importancia, pero no somos ordinarios. Somos extraordinarios en el más alto grado. Pertenecemos al mundo por venir (Heb. 6:5). Ya hemos saboreado sus dones y experimentado su poder. Con Cristo, nuestras vidas están escondidas en Dios, y por lo tanto, están en la capacidad de levantarse tan altas como su fuente, a un nivel de excelencia y nobleza que de otro modo sería impensable.
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[1] El bautismo con el Espíritu Santo: una perspectiva bíblica y reformada / Donald Macleod. Capítulo 5.