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Por Rafael Zúñiga. En la voz de Jorge Meléndez
“Pero el fruto del Espíritu es…benignidad.” – Gal. 5:22
Continuando con la serie, nos encontramos en la parte donde el fruto del Espíritu está en relación con nuestro prójimo. Como bien sabemos, el trabajo del Espíritu Santo no es solo dirigirnos a una relación correcta con Dios, sino también con los de nuestro alrededor. La meta del Espíritu de Dios es que nos parezcamos más a Cristo; es guiarnos a toda verdad y a vivir vidas santas, que representen bien el carácter de Jesús. Y uno de los efectos que el Espíritu produce en nosotros es el de la benignidad.
Comencemos por definir lo que es la benignidad. En primer lugar, no significa que uno tenga el carácter débil o que tenga falta de convicciones. Es más bien, ser apacibles en nuestro trato; dulces y tiernos con los demás. También es ser pacífico, gentil, sin rencores y amables con los demás (Lc. 6:35). A diferencia del fruto siguiente de la bondad, pudiéramos decir que la benignidad es una disposición interna y pasiva de hacer el bien a los demás. Digo pasiva, porque la bondad se refiere a la manifestación externa y activa de la benignidad. Una tiene que ver con el sentir interno hacia los demás, mientras que el otro se relaciona con el bien hacer a otros.
Ambas son puestas por el Espíritu de Dios en nuestros corazones, y como decía Martyn Lloyd-Jones que, toda la Escritura tiene un orden lógico, es necesario saber por qué está colocado justo allí y por qué debemos tener el fruto de la benignidad bien desarrollado en nuestras vidas.
Dios es benigno
El Espíritu de Dios desea que seamos benignos por la simple razón de que Dios es benigno. Tenemos a un Dios que es dulce y tierno con nosotros. El salmista lo decía así: “No nos castiga por todos nuestros pecados; no nos trata con la severidad que merecemos” (Sal. 103:10, NTV). Dios no ha sido severo en su trato para con nosotros, aún cuando puede serlo. Nuestro pecado es suficiente razón como para que Él pueda consumirnos, pero Él ha decidido ser misericordioso, amoroso y perdonador con nosotros (Lam. 3:22-23).
Jesús es benigno
Bien dijo nuestro Salvador: “¡Los que me han visto a mí han visto al Padre!” (Jn. 14:9; NTV). Si Dios es benigno, podemos tener la certeza de que Jesús también lo es. Él es la representación exacta del Padre. Me encanta ver en los Evangelios que Jesús era tierno con todos los necesitados. Vemos a un Cristo que sana leprosos, que acepta a los niños, que resucita muertos, y que escucha el clamor de hombres que no pertenecían a su país. También lo vemos teniendo buen trato con las mujeres, y con mujeres que eran adúlteras ante la sociedad. No las trata ásperamente, sino que les extiende el perdón que solo Él puede dar. No las juzga, sino que les da el agua viva que quita toda insatisfacción. Aún lo vemos en sus últimos momentos de vida, tratando con dulzura al pecador al lado de Él en la cruz. No le dice: “Hoy estarás muriendo en el infierno”, sino que en su benignidad le da las palabras de aliento más grandes que un moribundo puede escuchar: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 10:43, NTV). Jesús es el ejemplo más grande de benignidad y ternura, y el Espíritu Santo desea fervientemente que nosotros seamos como Él. “Al discípulo debe bastarle con ser como su maestro” (Mt. 10:25, RVC).
Ser benigno da gloria a Dios
La finalidad de ser benigno es dar gloria a Dios. Jesús enseñó en el Sermón del Monte que los cristianos somos luz en un mundo que día a día se oscurece más, con el fin de que todos los de nuestro alrededor vean y den gloria a Dios por nuestras buenas acciones (Mt. 5:16). El único que puede darnos la gracia para vivir agradablemente es el Espíritu.
En especial, debemos ser benignos con aquellos que son nuestros enemigos, con aquellos que no son de nuestro agrado. Tenemos esta disposición carnal fatal de ser parciales, de decir “tú sí, tú no”. Esa no es la voluntad de Dios. Él hace salir el sol sobre buenos y malos. No hace diferencia sobre esto. Jesús mismo dijo que no hay gran recompensa en ser buenos con quienes son buenos con nosotros (Mt. 5:45-46). Es muy sencillo hacer esto. Aún por naturaleza humana, esto es trabajo fácil. Nos agrada estar con aquellos a los que les somos agradables. Pero el Espíritu está para impulsarnos a hacer aquello que nos parece imposible, para poner en nosotros un espíritu tierno y dulce para con los que nos hacen mal y nos desprecian.
Así como todo fruto en lo natural tiene un proceso de maduración, también en lo espiritual es cierto. Debemos cooperar con el Espíritu Santo en este proceso de santificación. Él da la gracia y el poder, y nosotros disponemos el corazón y la voluntad para vivir de la forma en la que Él desea. Jesús mismo nos da las claves para ser benignos con otros en el Sermón del Monte:
“Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, bendigan a los que los maldicen, hagan bien a los que los odian, y oren por quienes los persiguen…” – Mt. 5:44
¿Quieres madurar en la benignidad? Ama, bendice, haz el bien y ora por tus enemigos. Sé servicial con ellos. No guardes rencor. No te alegres cuando tus enemigos tropiecen, sino ten compasión de ellos y siempre mantente dispuesto a amarlos en momentos así. No critiques ni seas áspero con los demás, sino siempre ten en tu boca una palabra de edificación para sus vidas. Ten por seguro que, al cooperar de esta forma con el Espíritu, tu vida será un reflejo del carácter tierno y humilde de Cristo, y Dios será glorificado.
Manténte atento o atenta a la serie. Esperamos que la disfrutes y la compartas con tus hermanos de la iglesia, tus familiares, tus amigos y tus conocidos.
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Wua hermanos la palabra nos instruye y confronta, he identificado unos frutos pero he visto mi negligencia en otros y en este de la benignidad no he sido imparcial y soy en muchas ocasiones aspera en mi trato con mi projimo pero gracias hermanos por este estudio ha sido de bendicio para mi. Bendiciones