Hasta aquí no hemos dicho nada acerca de la más controversial de las afirmaciones pentecostales, a saber, que la prueba del bautismo en el Espíritu es la posesión de ciertos dones espirituales, especialmente el don de lenguas. El protestantismo, tradicionalmente ha mantenido la opinión que los dones milagrosos han cesado con la era apostólica. Sin embargo, Edward Irving (1792–1834) afirmó que los dones eran para todas las edades de la iglesia y bajo su influencia, un grupo de cristianos en Londres formaron la Iglesia Católica Apostólica completa, con apóstoles, profetas, sanidades y el hablar en lenguas. El movimiento de Irving se petrificó. Pero en el siglo XX, del seno del movimiento wesleyano derivado del movimiento de santidad, se levantaron las iglesias pentecostales, manteniendo, según uno de sus voceros representativos, que «en la Biblia el hablar en lenguas es la única evidencia del bautismo en el Espíritu». Desde la segunda guerra mundial, los adherentes de esta opinión se han multiplicado dentro de las principales denominaciones, dando lugar al neo-pentecostalismo. Las iglesias reformadas no han estado exceptuadas y muchas de las iglesias independientes de Inglaterra y Gales se han dividido trágicamente sobre este tema.
Cualquier respuesta bíblica a este movimiento debe insistir en dos puntos fundamentales: primero, que algunos de los dones han cesado; y segundo, que la Iglesia de hoy permanece como una institución completamente carismática. Este capítulo tiene que ver sólo con el primer punto, pero debemos tener en mente que, a largo plazo, la preocupación por la naturaleza carismática positiva de la iglesia es más importante que la negación de las modernas pretensiones carismáticas.
El apostolado
La posición pentecostal requiere la perpetuación de la exacta situación que prevalecía en la iglesia apostólica. En particular requiere que tengamos todos los dones, todas las experiencias y todos los oficios de los que gozaba la iglesia primitiva. Sin embargo, la desesperanza de esta demanda llega a ser evidente cuando reflexionamos en el oficio del apostolado. Que sus dones tenían el claro propósito de ser temporales queda demostrado por el hecho de que, un requisito esencial para su apostolado era que hayan visto al Cristo resucitado. Por eso, Pedro establece en Hechos 1:21–22 que la persona escogida para reemplazar a Judas debe ser «testigo con nosotros de su resurrección». Pablo relacionó claramente su apostolado con este hecho, «y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí» (1 Coro. 15:8, 9). Cuando los gálatas negaron el apostolado de Pablo, el asunto estaba relacionado con este hecho, que Pablo no era un verdadero apóstol porque nunca había visto a Cristo y había recibido su evangelio solo de segunda mano. Pablo protesta vigorosamente que él no ha recibido su evangelio de parte de los hombres, sino por revelación de Jesucristo (Gál. 1:12). Su llamado a ser apóstol estaba íntimamente ligado al hecho de haber visto al Hijo de Dios (Gál. 1:16).
El argumento de la irrepetible naturaleza de los requisitos del apostolado se refuerza con el hecho que los apóstoles nunca designaron sucesores, ni establecieron los requisitos que debían tener dichos sucesores. Ellos estuvieron contentos con dejar a los evangelistas la fundación de nuevas iglesias, y el cuidado de las ya existentes a los pastores y maestros. El más cercano sucesor de un apóstol que tenemos es Timoteo, pero se habla de él como un evangelista cuya autoridad no va más allá de implementar, en las iglesias, las ordenanzas que Pablo estableció.
La naturaleza temporal del apostolado está implícita en su misma naturaleza. Era fundacional, la iglesia se edifica «sobre el fundamento de los apóstoles y profetas» (Ef. 2:20). La misma idea ocurre en Apoc. 21:14, donde se nos dice que los muros de Jerusalén tenían doce fundamentos inscritos con los nombres de los doce apóstoles. Claro que es verdad que la edificación del templo espiritual continúa en nuestra era cristiana (1 Pedro 2:5) cuando cada piedra es escogida y preparada. Pero el echar las bases o fundamentos, tuvo lugar una vez para siempre en la encarnación. Cristo es la piedra angular. Los apóstoles son los fundamentos. Lo de una vez para siempre se ve claramente en el Nuevo Testamento mismo. Así como Cristo se ofreció una vez para siempre, de la misma manera lo es la fe, una vez por todas entregada a los santos (Judas 3). Consecuentemente, la actitud correcta frente a la tradición apostólica no es la de desarrollarla y añadir a ella sino la de «retenerla» (2 Tes. 2:15). Es una herencia sagrada que debe ser conservada (1 Tim. 6:20).
La unicidad del período durante la puesta autoritativa de los fundamentos es inherente al Nuevo Testamento, por ello, Oscar Cullmann está en lo correcto al afirmar que «el escándalo del cristianismo es creer que estos pocos años, que para la historia secular no tienen ni mayor ni menor significación que otros períodos, son el centro y la norma de la totalidad del tiempo».
Profecía
Con igual confianza podemos sostener que el don de profecía ha cesado. En el Nuevo Testamento, la profecía no era meramente un don expositivo que capacitaba a un hombre para desentrañar el significado de una vasta revelación, como lo era en el Antiguo Testamento. Los profetas eran órganos de revelación, hombres a quienes Dios les daba a conocer su voluntad y a quienes Él les autorizó actuar como sus voceros. En la iglesia de Corinto, por ejemplo, los profetas eran hombres que tuvieron revelación y «entendieron todos los misterios». Algunas veces, la revelación era una predicción, otras veces era una directiva, y en otras ocasiones (como en el Apocalipsis de Juan), era un complejo y sostenido descubrimiento de la mente de Dios que abarcaba una amplia variedad de temas doctrinales, exhortativos y escatológicos.
Por lo tanto, tenemos el derecho de esperar de los profetas, «misterios y revelaciones». Cuando aplicamos este criterio a las profecías modernas, queda demostrado, muy dolorosamente, que el don de profecía ha cesado. Las razones no están lejos de ser halladas.
En primer lugar, así como el apostolado, la profecía era fundacional. El fundamento al que se refiere Ef. 2:20, es el de los apóstoles y profetas. Durante el tiempo de echar los fundamentos, así como sus predecesores del Antiguo Testamento, los profetas estaban produciendo material que más tarde sería incorporado en la Biblia. Además, estos profetas estaban resolviendo la urgente necesidad de instrucción y guía para las responsabilidades diarias, hasta que la iglesia tuviese suficiente Escritura. Pero estas responsabilidades no podían prolongarse más allá de la misma época de echar los fundamentos.
En segundo lugar, incluso dentro del mismo Nuevo Testamento, hay evidencia de que el restablecimiento del oficio profético (después de un largo silencio desde Malaquías a Juan el Bautista) fue solamente transicional. Mientras figura en forma prominente en la vida de la iglesia que se nos da en 1 Corintios 12 al 14, se encuentra casi ausente en las últimas epístolas de Pablo, es decir en las pastorales (Timoteo y Tito). Está ausente también en otros libros tardíos del Nuevo Testamento tales como en 1 Juan. Esto sugiere, con fuerza, que el ministerio de los profetas estaba ya suprimiéndose, incluso antes que el canon se cerrara.
En tercer lugar, siendo el ministerio profético revelacional, estaba íntimamente relacionado al desarrollo del canon. Mientras el canon estaba incompleto, la iglesia tenía que poseer otros medios de acceso a la mente de Dios, principalmente mediante la profecía. Ahora que el canon está completo, todo lo necesario para la salvación, o está claramente expresado en la Biblia, o puede deducirse de ella por buena y necesaria consecuencia, tal como nos lo recuerda la Confesión de Fe de Westminster. Afirmar que la profecía es aún necesaria, es afirmar que la Biblia es incompleta e imperfecta y que por lo tanto, necesita suplementarse. Ya sea que esta suplementación se ofrezca por los profetas pentecostales o por los decretos papales, el principio es el mismo: la conciencia de la Iglesia está siendo atada mediante algo adicional a la Biblia.
Hablar en lenguas
El hablar en lenguas tiene un lugar especial en el pentecostalismo, no sólo como el común de los dones sino como la señal inicial del bautismo en el Espíritu, el medio de manifestar profunda devoción, y muy a menudo, como el supremo objetivo del anhelo cristiano. A pesar de todos los argumentos avanzados por los carismáticos, no vemos razón alguna para abandonar el punto de vista tradicional de que el don de las lenguas ha cesado con los apóstoles.
Por ejemplo, parece indiscutible que como cuestión de hecho este don ha desaparecido. Esto no significa que durante los siglos I y XIX no haya habido pretensiones reclamando que este don aún existe. Pero estas pretensiones fueron esporádicas, localizadas y discutibles. Michael Harper cita a Justino Mártir en apoyo a la perpetuidad de los dones. Cullmann, con la misma confianza cita también a Justino Mártir en contra. Más significativo aún, durante el largo período entre el Nuevo Testamento y Edward Irving, el don de lenguas nunca fue reclamado ni siquiera por los líderes más prominentes de la Iglesia. Esto es cierto de Padres de la Iglesia tales como Atanasio y San Agustín, Bernardo y Crisóstomo, es verdad también de los Reformadores como Martín Lutero, Zwinglio, Calvino y Knox, lo es también de prominentes predicadores modernos como Whitfield, Chalmers, Spurgeon y Lloyd-Jones.
El hecho de que este don no haya sido concedido a estos grandes hombres de Dios es, con toda seguridad, la respuesta total a la pretensión de Wesley (y con frecuencia repetida por los pentecostales), que la razón por la cual estos y otros dones declinaron era porque «los cristianos se volvieron paganos y sólo tenían una forma muerta de cristianismo». Es absurdo despreciar como muertos, o como a caracoles inertes del cristianismo a Chalmers o a Spurgeon, o a las iglesias que ellos representaron.
Otro hecho que pesa fuertemente contra el punto de vista pentecostal es que, en la actualidad, es extremadamente difícil estar seguro en qué consiste exactamente el don de lenguas. Sería realmente temerario aquel hombre que emprenda la tarea de probar mediante exégesis del Nuevo Testamento que, lo que se entiende hoy por don de lenguas corresponde al don que prevalecía en el tiempo de los apóstoles.
Por lo menos existen dos niveles de incertidumbre. En primer lugar, está muy lejos de ser claro que el fenómeno descrito en Hechos 2 sea el mismo del de 1 Corintios 14. El uno se describe como «hablar en otras lenguas», y el otro como «hablar en lenguas». En el libro de Hechos, los que hablaron en otras lenguas fueron fácilmente entendidos por la multitud, pero en Corinto sólo podían ser entendidos por aquellos que tenían el don especial de interpretación. En Corinto, los que hablaban lenguas eran una señal del juicio de Dios sobre los no creyentes, de lo cual no hay rastro alguno en el libro de Hechos. En vista de estas dificultades, no podemos asumir livianamente que los dos fenómenos fueron iguales.
En segundo lugar, hay incertidumbre en cuanto a la naturaleza misma de las lenguas, y no solamente hay discrepancias en cuanto a lo que ocurrió con las lenguas en el Nuevo Testamento, sino que también hay desacuerdo en cuanto a lo que ocurre en las reuniones pentecostales de hoy día. Según algunos carismáticos, las lenguas son lenguas extranjeras que pueden reconocerse como tales, y que en principio, pueden traducirse. Según otros, las lenguas son una forma de discurso extático, en el cual el cristiano expresa conceptos y emociones que transcienden el lenguaje, es lo que Donald Gee llama «una expresión casi espontánea, de algo que de otra manera sería indecible». Dichas expresiones no sólo serían imposibles de traducir, sino también imposibles de interpretar. Según otros hablar en lenguas es «una manifestación del Espíritu de Dios empleando los órganos del habla humana». De acuerdo con esta opinión, aunque las expresiones tienen un patrón de lenguaje, las cuerdas vocales son controladas no por el intelecto humano (¿el cual permanece inmóvil?, 1 Cor. 14:14, NEB4) sino por el Espíritu Santo.
Por el momento, no es importante definir esta cuestión de identificación. Sólo necesitamos notar que no hay acuerdo entre los eruditos del Nuevo Testamento, o entre los mismos pentecostales, en cuanto a lo que era o es el hablar lenguas. Si el don de lenguas debía ser la señal inicial del bautismo en el Espíritu esta situación es extraña. ¿Cómo puedo yo saber que he hablado en lenguas, cuando no sé lo que era el hablar en lenguas?
Importancia decreciente
Al problema de identificación debemos añadir que, en el mismo Nuevo Testamento, podemos ver una importancia decreciente del hablar en lenguas. En el mismo libro de Hechos que nos lleva hasta el primer encarcelamiento de Pablo en Roma, el don de lenguas es aún prominente. Este don está todavía en evidencia cuando Pablo escribe su primera carta a los Corintios. Pero en las cartas pastorales ya no se menciona este don aun cuando Pablo está preocupado en establecer los requisitos para el oficio (el cual no incluye el don de hablar en lenguas), y en dar instrucciones detalladas en cuanto a la conducción en el Servicio de Adoración y el comportamiento de los cristianos en las reuniones públicas. Además, el don de lenguas no se menciona, incluso en ocasiones de desorden, en las epístolas del Señor a las siete iglesias de Asia (Apocalipsis 2 y 3). Tampoco se menciona el don de lenguas en las epístolas de Juan a pesar de que estas epístolas muestran un considerable interés en el ministerio del Espíritu.
Estos hechos demuestran con fuerza que, el transicionalismo que hemos aplicado al don de la profecía, se aplica igualmente al don de lenguas. Ya en el tiempo que el canon estaba completo, el don de lenguas había, virtualmente, desaparecido.
Este no es un argumento que los pentecostales aceptan fácilmente. Ellos afirman que eso es equivalente a meter tijeras a la Biblia y desechar grandes trozos de ella. Parte de la respuesta a ello es que las porciones cortadas no son tan grandes, porque las referencias al don de lenguas son notablemente pocas. Además, afirmar que el don de lenguas ya no existe en la Iglesia no significa que las referencias bíblicas a dicho don no tengan nada que enseñarnos hoy. Por ejemplo, el comer comida ofrecida a los ídolos ya no es un tema vivo (hasta donde sabemos). Pero los principios que Pablo establece en el transcurso de la discusión acerca de ello, son aún relevantes para la vida y práctica cristianas. Del mismo modo, a pesar que el don de lenguas ha cesado, la enseñanza de Pablo en 1 Corintios 14 tiene aún mucho que decir acerca de la naturaleza de la adoración y del uso de los dones que aún continúan en la Iglesia.
Más importante aún, en la práctica, cada cristiano acepta que algunas partes de la Biblia han sido abolidas. Ya no ofrecemos los sacrificios que se prescriben en Levítico, ya no limpiamos leprosos según el ritual del Antiguo Testamento. Ni siquiera los teonomistas apedrearían a los adúlteros y a los que quebrantan el día de reposo, ni administran la circuncisión ni celebran la pascua.
Pero, ¿no deja aquello al Nuevo Testamento aún intacto, de tal modo que para cada cosa que reclamamos precedente en el Nuevo Testamento siga siendo la norma? Desde el momento que aceptamos que ya no podemos seguir teniendo apóstoles, hemos quebrantado este principio. Hemos reconocido que la Iglesia del Nuevo Testamento tenía algo que nosotros no vamos a tener. En realidad, el rango de principios y prácticas abolidas es mucho más amplio de lo que a simple vista esperaríamos. Hoy en día, los misioneros ya no están regidos por la directiva de Lucas 10:4 «No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado; y a nadie saludéis por el camino». Tampoco están bajo las órdenes de confinar su evangelización a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt. 10:6). Del mismo modo, ya no estamos obligados a los arreglos eclesiásticos de Hechos capítulos 2 al 5, por lo cual los apóstoles se encargaban de todo lo que era enseñanza y toda la administración, y los cristianos practicaban una propiedad común de los bienes. Incluso cuando miramos el atestiguamiento del Bautismo en el Espíritu Santo, sólo encontramos lo que es una vergüenza para el pentecostalismo, porque la señal en Hechos 2:2–3 no era hablar en lenguas solamente, sino «un viento recio y lenguas repartidas como de fuego». Si el don de lenguas es normativo y perpetuo ¿por qué no lo son las otras señales?
La verdad es que simplemente no podemos congelar la revelación en Hechos 2:4 o en 1 Corintios 14:26, como tampoco podemos congelarla en Lucas 10:4 o Levítico 17. La revelación es progresiva y acumulativa, y aunque Dios nunca niega la verdad de lo que Él ha revelado anteriormente, Él decreta que algunas estructuras e instituciones sean abolidas. La segunda epístola de Pablo a Timoteo no sólo tiene el mismo derecho de ser nuestra norma como lo es la primera epístola a los Corintios, pero dondequiera que difieran, la primera epístola a Timoteo, tiene mayor derecho de ser nuestra norma porque se encuentra más lejos en la línea de la revelación acumulativa.
La razón para la gradual desaparición del don de lenguas es exactamente el mismo que la que se aplica al de profecía. El don de lenguas era un don revelatorio. Como los mismos teólogos pentecostales lo admiten, el hablar en lenguas más la interpretación equivale a profecía, «En el Espíritu él habló misterios». Como tal, satisfizo las necesidades de la Iglesia mientras el canon estaba en formación, pero ello daría lugar al ministerio expositivo del maestro cuando la revelación estaba completa.
Un esquema no bíblico
El espacio sólo nos permite una breve mención de otro argumento, todo el esquema en el que el pentecostalismo coloca el don de lenguas es anti-bíblico. La pretensión no sólo es que el hablar en lenguas persiste en la Iglesia, sino que es la indispensable señal inicial de un bautismo especial en el Espíritu después de la conversión, el cual eleva a los que lo experimentan a una «súper-vida» o más profunda devoción, poder grandioso y el encuentro de un nuevo gozo. Esta perspectiva es totalmente falsa. Como ya hemos visto anteriormente, algunas de las grandes figuras de la Iglesia post-apostólica nunca hablaron en lenguas y tendrían que ser desechados como cristianos de segunda categoría, si es que la doctrina pentecostal fuera verdadera. Además, hay una considerable ambigüedad en su doctrina. ¿Es el bautismo/hablar en lenguas algo que se logra por nuestra propia santidad? ¿O es aquel la causa de nuestra santidad? Lógicamente, esperamos que sea lo segundo, que el bautismo en el Espíritu es la precondición de la «súper-vida». En efecto, el orden es comúnmente revertido por los pentecostales. Los «siete pasos fáciles» de Torrey incluyen la renuncia a todo pecado conocido y hace que la santidad sea la condición del bautismo en el Espíritu. El planteamiento de Wesley, en el sentido que la Iglesia no tiene dones espirituales porque está espiritualmente muerta, pertenece a la misma perspectiva pentecostal. Si la propia Iglesia pudiese revivir entonces el Espíritu retornaría.
Dos puntos más debemos presentar.
Es muy difícil defender que el hablar en lenguas del modo que hoy prevalece, sea una señal especial de espiritualidad cristiana cuando, según muchos observadores, el mismo fenómeno puede encontrarse entre las religiones no cristianas tales como la religión musulmana. El mismo problema está inherente en la incidencia del hablar en lenguas entre los católico-romanos. No vamos a tomarnos la molestia de negar que muchos católico romanos son devotos, aunque son cristianos mal guiados, pero es difícil creer que cualquiera que goce de una gran medida de la plenitud del Espíritu pueda tener tan poco entendimiento de la Biblia, y tan poco entendimiento de la experiencia de la salvación, como para adorar imágenes, rendir homenaje a la virgen, y distanciarse a sí mismo (mediante un anatema) de la doctrina de Lutero acerca de la justificación.
Finalmente, no hay en el Nuevo Testamento la más mínima sugerencia de que el hablar en lenguas sea una señal de espiritualidad especial. La iglesia en Corinto no se quedaba atrás en ningún don (1 Cor. 1:7). Sin embargo estaba rodeada por una multitud de problemas que iban desde la desunión hasta la herejía y la inmoralidad. Ciertamente no era una iglesia con «súper-vida». Además, en 1 Corintios 13, Pablo deja claramente establecido que es posible hablar en lenguas humanas y angelicales y sin embargo no tener amor. El mismo Cristo habló en el mismo sentido en Mateo 7:22. Los hombres pueden estar en la capacidad de reclamar que han profetizado, que han echado fuera demonios y han realizado milagros (todos en el nombre de Cristo), y sin embargo, ser totalmente extraños a la comunión con el Salvador. Y cuando Pablo pregunta « ¿Todos hablan lenguas?», claramente espera la respuesta « ¡No!» Pablo no da la menor idea que ello es una omisión grande que ellos debieran remediar instantáneamente.
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[1] El bautismo con el Espíritu Santo: una perspectiva bíblica y reformada / Donald Macleod. Capítulo 4.