Por Juan Paulo Martínez
Es muy popular en las iglesias de hoy la práctica del “Yo declaro” que consiste en afirmar que podemos cambiar nuestra vida si decimos con suficiente fe lo que queremos que nos ocurra. Una versión más moderada es aquella que al menos exige que eso que “declaramos” esté en la Biblia en forma de promesa (aunque sea una mala interpretación del texto, una eisegesis). Por ejemplo, mientras unos simplemente dicen “Yo declaro que esta casa será mía” otros buscan en la Biblia algo que se conforme a sus deseos, como puede ser: “Yo declaro tu bendición que me asegura que en este tiempo recibiré cien veces más (Mc. 10.30), y por tanto esa casa será mía”. Se usan entonces promesas de la Biblia para “validar” la conveniencia bíblica de la declaración. Vamos a trazar un entendimiento sano al respecto en este artículo para dilucidar si esta práctica es o no conforme al consejo de Dios, y si acaso existe algún poder detrás de lo que decimos.
La Palabra de Fe
En su extraordinario libro Fuego Extraño (2014) el pastor John MacArthur indica que “los maestros de la Palabra de Fe representan la tendencia actual más grande del movimiento [carismático]. Y la doctrina de la prosperidad que enseñan no tiene nada que ver con el verdadero evangelio de Jesucristo”. Algunos reconocen los orígenes metafísicos de este fenómeno en Napoleón Hill y W.Clement Stone, así como más tarde en Norman Vincent Peale, quién “cristianizó” esta filosofía que encontró muchos discípulos rápidamente en las iglesias. Joyce Meyer, Benny Hinn, Joel Oesteen, y en Latinoamérica Cash Luna, Guillermo Maldonado, Marcos Witt y Ana Méndez, entre otros, se han esforzado por expandir esta cosmovisión pagana de la fe.
El espectro de la Palabra de Fe trabaja desde tres ejes:
- La prosperidad financiera.
- La sanidad física.
- La autoridad espiritual para obrar sobrenaturalmente.
En los tres casos, en general, la fe -esta fe- se apoya a su vez en dos énfasis:
- El poder del Espíritu Santo.
- El poder del pensamiento positivo.
La Palabra de Fe ha hallado en el pentecostalismo su elemento para proliferar. Precisamente, su enorme interés por el poder del Espíritu Santo, muy mal esbozado, ha desequilibrado la noción bíblica de la tercera Persona de la Trinidad y a permitido que la mentira de la metafísica esté guiando los destinos de muchas congregaciones carismáticas. El efecto ya existe en iglesias pentecostales y no pentecostales, como presbiterianas, bautistas y metodistas, entre otras.
Pensar positivamente, hablar lo que deseamos que pase en nuestra vida y “reclamar/ decretar/declarar” que el Espíritu Santo obre a través de nosotros son ingredientes de la fórmula mágica, infalible, que la Palabra de Fe estimula a sus aprendices a reunir.
Nuestras palabras están limitadas por la soberanía de Dios.
Ninguna de nuestras palabras, sean o no extraídas de la Biblia, tienen poder para obrar milagros o cambiar la voluntad decretiva de Dios. Esta voluntad es aquella que solo él conoce y que nosotros captamos por sus consecuencias. Si, por ejemplo, Dios ha resuelto que alguien obtenga una casa para vivir la obtendrá con seguridad, pero solo después de adquirirla sabremos que Dios así lo quería. Del mismo modo, si Dios determina que jamás tendrá la oportunidad de adjudicarse todos los derechos de una propiedad, no importa lo que pase porque así será contra todos los esfuerzos humanos. Si yo declaro que Dios me dará una casa y Dios ha decretado que eso no ocurra, no habrá poder alguno en esta tierra, ni mantra o versículo que pueda cambiar esa realidad.
Se preguntarán algunos entonces qué caso tiene orar y leer promesas como las de Mt.7:7–8. Esta excelente interrogante se puede resolver -cuando menos en principio- si comprendemos que además de la voluntad decretiva de Dios existe la voluntad preceptiva y afectiva de Dios. Esta última revela en la Biblia que Dios quiere, desea, anhela, busca y declara cosas que apuntalan solo el bien para sus hijos. Por ejemplo, Dios “quiere que todos sean salvos” (1 Ti.2.4) pero no todos se salvan. Dios dice que “concederá las peticiones de nuestro corazón” si disfrutamos de su presencia (Sal.37.4), pero hay cristianos fieles que no consiguen todo lo que buscan. ¿Entonces? Es que Dios nos ordena orar y esperar en él, en sus promesas, y va obrando madurez y sabiduría en nosotros al darnos y no darnos las cosas que pedimos. No es asunto de capricho. Si no te da algo es porque es lo mejor en su plan. Así ocurría con el apóstol Pablo al que Dios negó la sanidad (2 Co.12:7–10). Paradójicamente, le dió poder para sanar a otros pero no para sanarse a sí mismo.
La Palabra de Fe, en cambio, enseña que tu enfermedad siempre es resultado de tu falta de fe, que tu pobreza es producto de la opresión satánica sobre tus finanzas (una “fortaleza” que debes derribar generalmente “sembrando” dinero) y que tu falta de “poder milagroso” estriba en que no has “desatado” el poder de la declaración positiva o “reclamo o unción profética”. En este falso evangelio el objeto de nuestra fe no es Dios sino nuestro propio ser interior.
Detrás de todo lo que nos pasa está la gracia y misericordia de Dios
Lo que nos pasa en esta vida no es resultado de lo que declaramos o no. El Salmo 115.3 dice: “Nuestro Dios está en los cielos y puede hacer lo que le parezca”; en ninguna parte la Biblia afirma algo semejante del hombre. Proverbios 21.1 dice que el corazón del rey “sigue el curso que el SEÑOR le ha trazado”, y no al revés. Y en Mateo 20 donde se narra la parábola de los viñadores, ante el reproche de los que habían trabajado más horas y habían recibido el mismo salario que los que habían laborado menos, Dios responde: “¿Es que no tengo derecho a hacer lo que quiera con mi dinero?” (v.15). Lo que reciben los seres humanos de Dios no depende de sus declaraciones sino de la gracia y misericordia de su Creador. Dependemos absolutamente de ella. Por tanto, si declaro que tendré una fortuna el día de mañana y pasan los años y no la poseo, por más que me afane declarándolo, es porque Dios así lo ha ordenado. Pero por no entender lo anterior hay muchos cristianos que no se explican el porqué otros que no son creyentes prosperan, y se amargan la existencia desesperados por no tener el poder y la abundancia que les dicen que pueden desatar con sus propias palabras, lo cual es una total falsedad.
Santiago indica:
Toda buena dádiva y todo don perfecto descienden de lo alto, del Padre de las luces, en quién no hay cambio ni sombra de variación (Stg.1.17).
En la Teología Reformada siempre se ha enseñado que la salvación no es por obras y que la única causa instrumental de la redención es la fe. Se ha llegado la hora en que en esta línea apologética se tenga que aclarar además que el favor de Dios, por definición, tampoco proviene del poder de nuestras palabras sino únicamente de su infinito amor. Dice, por ejemplo, en su gran soberbia Guillermo Maldonado que obtiene algunos automóviles porque antes “sembró” 5 o más. Esto es mercantilismo. Si tiene en que transportarse se debe a que Dios ha permitido que su tergiversación del evangelio le dé a ganar para sus lujos. ¿Por qué? Eso es materia de otra publicación; basta aquí con aclarar que el juicio de Dios está a la puerta y no se tendrá por inocente al culpable.
Nuestras palabras tienen poder, pero un poder diferente.
Sin embargo, este hecho incontrovertible de que de Dios depende todo lo que nos ocurre y no de lo que declaramos no anula otra verdad: aunque nuestras palabras no tienen ningún poder para modificar el orden soberano de Dios, sí tienen poder para afectar la manera en que nos sentimos. Lo que decimos no es capaz de cambiar a voluntad los hechos de nuestra vida pero sí el cómo los interpretamos. Hace años conocí a una señora mayor que cada vez que se hacía exámenes de salud y encontraban alguna anomalía se repetía a sí misma que moriría, llamaba al mariachi y convocaba a su familia para llorar su eminente partida de esta vida. Gritaba: “¡Me voy a morir!” al sonido de «Un puño de tierra». Eso ha de haber ocurrido al menos unas tres ocasiones. A la fecha, después de 19 años que dejé de verla ella sigue viva. Entonces, lo que declaramos, sea bueno o malo, no puede cambiar el designio que Dios ha marcado para nuestras vidas. Tanto el que se repite que morirá como el que dice que vivirá no son capaces de aumentar “una sola hora al curso de su vida” (Mt. 6.27).
Pero sí podemos controlar cómo nos sentimos –tristes o alegres, aburridos o emocionados o con temor o valor- por las palabras que usamos. La persona con la que más hablamos en el día somos nosotros mismos. Ya sea que lo digamos en voz alta o lo pensemos, esos diálogos que sostenemos afectan nuestro ánimo de forma determinante. Dos personas pueden estar viviendo en las mismas circunstancias, con las mismas carencias y bajo el mismo techo, pero pueden sentirse radicalmente diferente. Una puede repetirse que vive en una pocilga, que quizá no haya que comer por la noche o que esa vivienda se les vendrá encima algún día, mientras que la otra puede pensar y afirmarse en agradecimiento por tener donde dormir, esperar que tal vez en el futuro Dios los bendiga con un mejor lugar y reconocer que hay gente que vive en peores condiciones y por ello hay que sentirse más afortunado. La lectura que hagamos de lo que nos circunda tiene el poder de animarnos o deprimirnos, y en eso sí las personas tenemos una gran responsabilidad.
Pablo escribió que los cristianos debíamos considerar “todo lo verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo digno de admiración, en fin, todo lo que sea excelente o merezca elogio” (Fil. 4:8–9). La palabra griega para “considerar” (NVI) proviene de logizomai que significa pensar con detenimiento, inquirir o tomar importancia y razón para hacer un inventario. Es detenerse a meditar en esas cosas y no en otras. Por tanto, pensar en la desgracia, la muerte, la desesperanza, el miedo o la derrota no son asuntos puros, ni admirables o dignos de elogio, y hay que evitarlos. Sé que lograr tal control de nuestros pensamientos parece imposible, sobre todo cuando hemos invertido una vida en alimentar disquisiciones vanas, pobres y dañinas. Pero comprender el impacto de las palabras que nos decimos en el cómo nos sentimos a diario es ya un comienzo hacia el cambio y la renovación de nuestra mente (Ro.12.2).
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Las palabras no tienen poder para cambiar el futuro que le pertenece solo a Dios. “Decretar” y “declarar” son meros ejercicios de autosugestión que tras explotarlos astutamente los falsos maestros han amasado grandes fortunas. Empero, las palabras que usamos sí tienen poder para afectar nuestros sentimientos. Es lo que nos decimos en la intimidad de nuestras mentes lo que hace que iniciemos proyectos y relaciones o no, que cuidemos de nuestra salud o no, que nos demos a respetar o no, o que vivamos esperanzados o no. No debemos creer acerca de nosotros nada que la Biblia no diga que somos. Y en Cristo somos nuevas criaturas (2 Cor. 5.17). Pero tampoco debemos creer que podemos hacer cosas que solo están en la potestad soberana del Señor.
Artículo en su 2da. Edición. Enero, 2017.