“Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos. No he venido para llamar a justos sino a pecadores.” Marcos 2:17
“Cristo murió por los impíos.” Romanos 5:6
“Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” Romanos 5:18
“Fiel es esta palabra y digna de toda aceptación: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.” 1 Timoteo 1:15
La noche del pasado jueves, con dificultad considerable, vine aquí para predicar el evangelio de Jesucristo, y usé en mi predicación uno de los textos más claros que pueda uno imaginar, completamente lleno de los más sencillos elementos del evangelio. En pocos minutos el sermón produjo una cosecha. La congregación era escasa debido al mal tiempo, y ustedes no esperaban que su pastor pudiera predicar. Pero, a pesar de todas esas circunstancias, tres personas pasaron al frente sin que nadie se los pidiera, para dar testimonio que habían encontrado la paz con Dios. Si el número de personas era mayor no lo sé, pero estos tres buscaron a los hermanos y confesaron de manera sincera y de todo corazón el hecho bendito de que, por primera vez en sus vidas, habían entendido el plan de salvación. Entonces me pareció que si un tema tan sencillo del evangelio fue de tan repentino provecho, me debería sujetar a temas de ese tipo.
Si un agricultor encuentra que una semilla determinada le ha resultado tan efectiva que produce una cosecha como nunca antes la había obtenido, usará nuevamente esa semilla, y sembrará más de ella. Esos procesos exitosos de producción agrícola deben mantenerse, y ser utilizados en mayor escala. Así pues, esta mañana voy a predicar simplemente el A B C del evangelio, los primeros rudimentos del arte de la salvación, y le doy gracias a Dios que esto no será nuevo para mí. Que Dios el Espíritu Santo, en respuesta a sus oraciones, nos conceda una recompensa el día de hoy, en la misma proporción que la del jueves pasado, y si es así, nuestro corazón estará muy feliz.
De un abundante número de textos, he seleccionado los cuatro arriba mencionados para proclamar la verdad de que la misión de nuestro Señor estaba relacionada con los pecadores. ¿Para qué vino Cristo al mundo? ¿Para quiénes vino? Estas son preguntas muy importantes, y la Escritura tiene las claras respuestas. Cuando los hijos de Israel encontraron por primera vez el maná fuera del campamento, se dijeron uno al otro, “¿Maná!” o ¿qué es esto? Porque no sabían lo que era. Allí estaba esa sustancia pequeña y redonda, tan diminuta como la escarcha en el suelo. No hay duda que la miraron, la frotaron con sus manos, la olieron, y cómo se alegraron cuando Moisés les dijo, “Es el pan que Jehovah os da para comer.” No pasó mucho tiempo antes que pudieran probar esa buena nueva, pues cada hombre recolectó su medida completa, la llevó a su casa, y la preparó a su gusto.
Ahora, en relación al evangelio, hay muchos que podrían exclamar ¿Maná? porque no saben lo que es. Muy frecuentemente también, se equivocan en lo que se refiere a su sentido y propósito y consideran que es algo así como una ley superior, o un sistema más fácil de salvación por obras; y por eso se equivocan también en su idea acerca de las personas a quienes está dirigido. Se imaginan que, seguramente, las bendiciones de la salvación están destinadas para las personas que lo merecen, y Cristo debe ser el Redentor de los que han acumulado méritos. Bajo el principio de “bien por bien” llegan a la conclusión que la gracia es para quien posee excelencia y Cristo es para el virtuoso. Por tanto es muy útil que recordemos continuamente a los hombres lo que es el evangelio, y para quiénes ha sido enviado al mundo; porque, aunque la mayoría de ustedes lo sabe muy bien, y no necesitan que se les diga, sin embargo hay multitudes a nuestro alrededor que persisten en graves errores, y necesitan ser instruidos una y otra vez en las más sencillas doctrinas de la gracia.
Hay menos necesidad de laboriosas explicaciones de los profundos misterios que de sencillas explicaciones de las más sencillas verdades. Muchos hombres solamente necesitan una simple llave para levantar el cerrojo y abrir la puerta de la fe, y tengo la esperanza que Dios, en su infinita misericordia, pondrá tal llave en sus manos en esta mañana.
Nuestra misión es mostrar que el evangelio está dirigido a los pecadores, y tiene puesto sus ojos en los culpables; que no ha sido enviado al mundo como una recompensa para las personas buenas o excelentes, o para aquellos que piensan que tienen ciertas cualidades o que están preparados para el favor divino; sino que está destinado a los que incumplen la ley, a los indignos, a los impíos, a quienes se han extraviado como ovejas perdidas, o han abandonado la casa de su padre como el hijo pródigo. Cristo murió para salvar a los pecadores, y Él justifica a los impíos. La verdad es lo suficientemente clara en la Palabra, pero como el corazón da coces contra ella, debemos insistir en ella con mucha dedicación.
Primero, AUN UNA MIRADA SUPERFICIAL A LA MISIÓN DE NUESTRO SEÑOR BASTA PARA MOSTRAR QUE SU OBRA FUÉ PARA EL PECADOR. Porque, queridos hermanos, la venida del Hijo de Dios a este mundo como Salvador significó que los hombres necesitaban ser liberados de un mal muy grande por medio de una mano divina. La venida de un Salvador que mediante su muerte proporcionaría el perdón para el pecado del hombre, significó que los hombres eran sumamente culpables, e incapaces de procurarse el perdón por medio de sus propias obras. Ustedes nunca hubieran visto un Salvador si no hubiera habido una caída. El Edén marchito fue un prefacio necesario para las angustias de Getsemaní. Ustedes nunca hubieran sabido de una cruz ni de un Salvador sangrante en ella, si no hubieran escuchado primero del árbol de la ciencia del bien y del mal, ni de una mano desobediente que arrancó la fruta prohibida. Si la misión de nuestro Señor no se refiriera al culpable sería, hasta donde podemos entender, una tarea totalmente innecesaria. ¿Qué justifica la encarnación sino la ruina del hombre? ¿Qué puede explicar la vida de sufrimiento de nuestro Señor sino la culpa del hombre? Sobre todo, ¿qué explica su muerte y la nube bajo la cual murió sino el pecado del hombre? “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas. Pero Jehovah cargó en él el pecado de todos nosotros.” Ésa es la respuesta a un enigma que, de cualquier otra manera, no tendría respuesta.
Si echamos una mirada al pacto bajo el cual vino nuestro Señor, pronto percibimos que su orientación es hacia los hombres culpables. La bendición del pacto de obras tiene que ver con los que son inocentes, a quienes promete grandes bendiciones. Si hubiera existido una salvación por obras hubiera sido por medio de la ley, ya que la ley es íntegra y justa y buena; pero el nuevo pacto evidentemente trata con pecadores, porque no habla de recompensa al mérito, sino que, promete sin condiciones: “Seré misericordioso en cuanto a sus injusticias y jamás me acordaré de sus pecados.” Si no hubieran existido pecados e iniquidades e injusticias no hubiera habido necesidad del pacto de la gracia, de la cual Cristo es el mensajero y el embajador. La más ligera mirada al carácter oficial de nuestro Señor como el Adán de un nuevo pacto debería ser suficiente para convencernos que su misión es para los hombres culpables. Moisés viene para mostrarnos cómo se debe comportar el hombre santo, pero Jesús viene para revelar cómo puede ser limpiado el impuro.
Siempre que escuchamos algo de la misión de Cristo, es descrita como una misión de misericordia y gracia. En la redención que está en Cristo Jesús es la misericordia de Dios la que siempre es exaltada. Nos salvó por su misericordia. Él, por medio de Jesús, por su abundante misericordia, perdona nuestras ofensas. “La ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo.” “Cuánto más abundó para muchos la gracia de Dios y la dádiva por la gracia de un solo hombre, Jesucristo.” El apóstol Pablo, que fue el que explicó de manera más clara el evangelio, establece la gracia como la única palabra en que se apoyan los cambios: “En cuanto se agrandó el pecado, sobreabundó la gracia.” “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios.” “Así también la gracia reine por la justicia para vida eterna, por medio de Jesucristo nuestro Señor.”
Pero, hermanos, la misericordia implica pecado: no se puede reservar ninguna misericordia para los justos, porque es la justicia misma quien les otorga todo lo bueno. Asimismo la gracia sólo puede otorgarse a los pecadores. ¿Qué gracia necesitan aquellos que han guardado la ley, y merecen el bien de las manos de Jehovah? Para ellos la vida eterna sería más bien una deuda, una recompensa muy bien ganada; pero si se toca el tema de la gracia, de inmediato hay que eliminar la idea de mérito y hay que introducir otro principio. Sólo se puede practicar la misericordia allí donde hay pecado, y la gracia no se puede otorgar sino a quienes no tienen ningún mérito. Esto es muy claro y, sin embargo, todo el contenido de la religión de algunos hombres está basado en otra teoría.
El hecho es que, cuando comenzamos el estudio del evangelio de la gracia de Dios, vemos que siempre vuelve su rostro hacia el pecado, de la misma manera que el médico mira hacia la enfermedad, o la caridad mira hacia la necesidad. El evangelio lanza sus invitaciones; pero ¿qué son las invitaciones? ¿No están dirigidas a quienes están cargados con el peso del pecado, y están fatigados tratando de escapar de sus consecuencias? Invita a toda criatura porque toda criatura tiene sus necesidades, pero especialmente dice “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos.” Invita al hombre que no tiene dinero, o dicho en otras palabras, sin ningún mérito. Llama a aquellos que están necesitados, y sedientos, y pobres, y desnudos y todas estas condiciones son figuras de estados equivalentes producidos por el pecado.
Los propios dones del evangelio implican pecado; la vida es para los muertos, la vista es para los ciegos, la libertad es para los cautivos, la limpieza es para los sucios, la absolución es para los pecadores. Ninguna bendición del evangelio es propuesta como una recompensa, y no se hace ninguna invitación a quienes reclaman las bendiciones de la gracia como algo a lo que tienen derecho; los hombres son invitados a venir y recibir dones gratuitamente de acuerdo a la gracia de Dios. ¿Y cuáles son los mandamientos del evangelio? El arrepentimiento. ¿Pero quién se arrepiente sino un pecador? La fe. Pero creer no es un mandamiento de la ley; la ley sólo habla de obras. Creer tiene que ver con los pecadores, y con el método de salvación por medio de la gracia.
Las descripciones que hace el evangelio de sí mismo usualmente apuntan hacia el pecador. El gran rey que hace una fiesta y no encuentra a ningún invitado que se siente a la mesa entre aquellos que naturalmente se esperaba que llegaran, pero que obliga a los hombres que van por los caminos y por los callejones a entrar a su fiesta. Si el evangelio se describe él mismo como una fiesta, es una gran fiesta para los ciegos, para los cojos, y para los lisiados; si se describe a sí mismo como una fuente es una fuente abierta para limpiar el pecado y las impurezas. En todas partes, en todo lo que hace y dice y da a los hombres, el evangelio se manifiesta como el amigo del pecador. El lema de su Fundador y Señor es “éste recibe a los pecadores.” El evangelio es un hospital para los enfermos, nadie sino el culpable aceptará sus beneficios; es medicina para los enfermos, los sanos y los que creen en su propia justicia nunca podrán gustar sus sorbos salvadores. Quienes imaginan que poseen alguna excelencia ante Dios nunca se preocuparán por ser salvos por la gracia soberana. El evangelio, digo yo, mira hacia el pecador. En esa dirección y sólo en esa dirección lanza sus bendiciones.
Y hermanos, ustedes saben que el evangelio siempre ha encontrado sus más grandes trofeos entre los más grandes pecadores: alista a sus mejores soldados no solamente de las filas de los culpables sino de los rangos de los más culpables. “Simón,” dijo nuestro Señor, “Tengo algo que decirte. Cierto acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, y el otro, cincuenta. Como ellos no tenían con qué pagar, perdonó a ambos. Entonces, ¿cuál de éstos le amará más!” El evangelio se basa sobre el principio de quien ha tenido mucho que perdonársele, ése amará más, y así su Señor misericordioso se deleita buscando a los más culpables y manifestándose a ellos con amor abundante y sobreabundante, diciendo: “He borrado como niebla tus rebeliones, y como nube tus pecados.” Entre los grandes transgresores encuentra a los que más intensamente lo aman una vez que los ha salvado, de éstos recibe la bienvenida más cordial y en ellos obtiene a los seguidores más entusiastas. Una vez que son salvos, los grandes pecadores coronan a esta gracia inmerecida con sus diademas más ilustres. Podemos estar bien seguros que tiene sus ojos puestos en los pecadores puesto que encuentra su mayor gloria en los más grandes pecadores.
Hay otra reflexión que está muy cerca de la superficie, es decir, que si el evangelio no mira hacia los pecadores, ¿a quién más podría mirar? Parece que ha habido últimamente un resurgimiento del antiguo espíritu que presenta objeciones, de manera que los orgullosos Fariseos constantemente nos dicen que la predicación de la justificación por la fe se ha llevado más allá de sus límites, y que estamos conduciendo a la gente a valorar menos la moralidad al predicar la gracia de Dios. Esta objeción frecuentemente refutada está saliendo de su escondite otra vez, porque el Protestantismo está perdiendo su savia y su alma. La misma fuerza y columna vertebral de la enseñanza de los Reformadores fue esa gran doctrina de la gracia, que la salvación no es por obras sino por la sola gracia de Dios; y como los hombres se están alejando de la Reforma, y están dejándose influenciar por la Iglesia Católica Romana, están haciendo a un lado esta grandiosa verdad de la justificación por la fe solamente, y pretendiendo que le tienen temor. Pero, ¡oh, cuán miserables y tontos son muchísimos hombres en relación a este tema! Les propongo a todos ellos una pregunta: ¿A quien, señores, miraría el evangelio sino a los pecadores, porque qué cosa son ustedes sino pecadores? Ustedes que hablan que la moralidad es lastimada, que la santidad es ignorada, ¿qué tienen ustedes que ver con cualquiera de ellas?
La gente que usualmente recurre a estas objeciones, por regla general haría mejor en no tocar esos temas. En general estos fieros defensores de la moralidad y de la santidad son sumamente liberales, mientras que los creyentes en la gracia de Dios frecuentemente son acusados de Puritanismo y rigidez. El que más se adelanta para hablar en contra las doctrinas de la gracia es frecuentemente el hombre que más la necesita, mientras que quien se opone a las buenas obras como la base para confiar, es precisamente la persona cuya vida está cuidadosamente dirigida por los estatutos del Señor. Sepan, oh hombres, que no vive en la faz de la tierra un hombre a quien Dios pueda mirar con placer si considerara a ese hombre a la luz de Su ley. “Cada uno se había descarriado; a una se habían corrompido. No había quien hiciera el bien; no había ni siquiera uno.” Ningún corazón por naturaleza es sano o justo ante Dios, ninguna vida es pura o limpia cuando el Señor viene para examinarla con sus ojos que todo lo ven. Estamos encerrados en la misma prisión con todos los culpables; si no somos igualmente culpables, sí somos culpables en la medida de nuestra luz y de nuestro conocimiento, y cada uno es condenado justamente, porque nos hemos descarriado en nuestro corazón y no hemos amado al Señor. ¿A quien, entonces, podría mirar el evangelio si no dirigiera sus ojos hacia el pecador? ¿Por quién más pudo haber muerto el Salvador? ¿Qué personas hay en el mundo para quienes los beneficios de la gracia pudieran ser sido destinados?
II. En segundo lugar, ENTRE MÁS FIJAMENTE MIRAMOS MÁS CLARAMENTE VEMOS ESTE HECHO, porque, hermanos, la obra de salvación ciertamente no fue llevada a cabo en favor de ninguno de nosotros que somos salvos a causa de alguna bondad en nosotros. Si hubiera algo bueno en nosotros sería puesto por la gracia de Dios, y ciertamente no estaba ahí cuando, en el principio, las entrañas del amor de Jehovah comenzaron a moverse hacia nosotros. Si toman la primera señal distintiva de salvación que fue realmente visible en la tierra, es decir, la venida de Cristo, se nos dice que “Aún siendo nosotros débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos. Difícilmente muere alguno por un justo. Con todo, podría ser que alguno osara morir por el bueno. Pero Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores. Cristo murió por nosotros.” Así que nuestra redención, hermano mío, fue efectuada antes que naciéramos. Este fue el fruto del gran amor del Padre “que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados.” No había antes nada en nosotros que pudiera haber merecido esa redención, ciertamente la simple idea de merecer la muerte de Jesús es absurda y es una blasfemia. Sí, y cuando vivíamos en el pecado y lo amábamos, se hacían preparativos para nuestra salvación; el amor divino estaba ocupado en nuestro favor mientras nosotros estábamos ocupados en la rebelión. El evangelio fue traído cerca de nosotros, corazones sinceros se pusieron a orar por nosotros, se escribió el texto que nos convertiría; y como ya he dicho, se derramó la sangre que nos limpia, y fue dado el Espíritu de Dios, que nos regeneraría. Todo esto se hizo cuando todavía no buscábamos a Dios. ¿No es maravilloso el pasaje del libro de Ezequiel, donde el Señor pasó y miró al bebé indefenso lanzado al campo abierto cuando no estaba envuelto en pañales y no había sido lavado con agua, sino que estaba sucio y revolcándose en su sangre? Dice que era tiempo de amor, y sin embargo era un tiempo de impureza y desprecio. Él no amó al bebé elegido porque estuviera bien lavado y adecuadamente vestido, sino que lo amó cuando estaba sucio y desnudo. Que cada corazón creyente admire la liberalidad y compasión del amor divino.
“Me vio arruinado en la caída,
Pero me amó, a pesar de todo;
Me salvó de mi estado perdido,
¡Su misericordia, oh, cuán grande!
Cuando tu corazón era duro, cuando tu cuello era obstinado, cuando no te querías arrepentir ni someterte a Él sino que te rebelabas cada vez más y más, Él te amó a ti, sí, a ti, con afecto supremo. ¿Por qué una gracia tal? ¿Por qué habría de ser, sino es porque su naturaleza está llena de bondad y Él se deleita en la misericordia? ¿No se ve la misericordia claramente extendida hacia el pecador en vez de ser otorgada sobre la base de algo bueno?
Miren aún más detalladamente. ¿Qué vino a hacer nuestro Señor al mundo? Aquí está la respuesta. “Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestros pecados. El castigo que nos trajo paz fue sobre él, y por sus heridas fuimos nosotros sanados.” Él vino para ser quien cargara con el pecado: ¿y creen ustedes que vino para cargar sólo con los pecados pequeños, los pecados sin importancia del mejor tipo de hombres, si existen tales pecados? ¿Suponen que es un pequeño Salvador, que vino para salvarnos de las pequeñas ofensas? Amados míos, es el bien amado Hijo de Jehovah que viene a la tierra y lleva la carga del pecado, una carga que, cuando la lleva, encuentra que no es una carga ficticia, porque provoca en Él el sudor sangriento. Tan pesada es esa carga que inclina su cabeza a la tumba, y aún a la muerte bajo ella. Esa inmensa carga que estaba sobre Cristo era el cúmulo de nuestros pecados; y por tanto cuando miramos ese tema percibimos que el evangelio tiene que ver con los pecadores.
¡No hay pecado! Entonces la cruz es una equivocación. ¡No hay pecado! Entonces el lama sabactani fue sólo una queja contra una crueldad innecesaria. ¡No hay pecado! ¿Entonces, oh, Redentor, cuáles son esas glorias que nosotros tan ansiosamente te hemos atribuido? ¿Cómo puedes quitar tú un pecado que no existe? La existencia de un gran pecado está implícita en la venida de Cristo, y esa venida fue ocasionada y hecha necesaria por el pecado, contra el cual Jesús viene como nuestro Liberador. Él declara que ha abierto una fuente, llena con la sangre de sus propias venas. ¿Pero para qué? Una fuente que limpia implica suciedad. Debe ser, pecador, que de alguna manera u otra hay gente sucia, o si no, no hubiera existido una asombrosa fuente como ésta, llena del corazón de Cristo. Si tú eres culpable tú eres uno que necesita de esa fuente, y está abierta para ti. Ven con todo tu pecado y tu suciedad y lávate hoy, y sé limpio.
“Fue por los pecadores que sufrió
Inexpresables agonías;
¿Puedes dudar que eres un pecador?
Si tienes dudas, entonces adiós esperanza.”
“Pero, al creer lo que está escrito:
‘Todos son culpables’, ‘muertos en el pecado,’
Mirando al Crucificado
La esperanza levantará tu alma.”
Hermanos, todos los dones que Jesucristo vino a dar, o cuando menos la mayor parte de ellos, implican que hay pecado. ¿Cuál es su primer don sino el perdón? ¿Cómo puede perdonar a un hombre que no ha transgredido? Hablo con toda reverencia, no puede haber una cosa tal como perdón donde no hay ofensa cometida.
Propiciar por el pecado y borrar la iniquidad, ambas cosas requieren que haya un pecado para que pueda ser borrado ¿O si no, qué hay de real en ellas? Cristo viene para traer la justificación, y esto muestra que debe haber una falta de santidad natural en los hombres, porque si no, serían justificados por ellos mismos y por sus propias obras. ¿Y por qué todas estas expresiones acerca de la justificación por la justicia del Hijo de Dios, si los hombres están ya justificados por su propia justicia? Esas dos bendiciones, y otras del mismo tipo, son claramente aplicables solamente a los pecadores. Para nadie más pueden ser de utilidad.
Nuestro Señor Jesucristo vino ceñido también con poder divino. Él dice, “El espíritu del Señor Jehovah está sobre mí.” ¿Con qué fin fue cubierto con poder divino a menos que el pecado hubiera tomado todo el poder y la fuerza del hombre, y que el hombre estuviera en una condición de la cual no podía ser levantado excepto por la energía del Espíritu eterno? ¿Y qué implica esto sino que la misión de Cristo se dirige a aquellos que a través del pecado están sin fuerza y sin mérito ante Dios? El Espíritu Santo es dado porque el espíritu del hombre ha fallado: porque el pecado ha quitado la vida al hombre, y lo ha dejado muerto en transgresiones y pecados. Por tanto viene el Espíritu Santo para reanimarlo dándole una nueva vida, y ese Espíritu viene por Jesucristo. Por consiguiente la misión de Jesucristo es claramente para el culpable.
No dejaré de decir que, las grandes obras de nuestro Señor, si las miran cuidadosamente, todas tienen que ver con los pecadores. Jesús vive; es para que pueda buscar y salvar lo que está perdido. Jesús muere; es para que pueda hacer una propiciación por los pecados de los hombres culpables. Jesús resucita; resucita para nuestra justificación, y como lo he mostrado, no necesitaríamos la justificación a menos que hubiéramos sido naturalmente culpables. Jesús sube a lo alto y Él recibe dones para los hombres; pero observen esa palabra especial, “Aun de los rebeldes, para que allí habitase Jehovah Dios.” Jesús habita en el cielo, pero Él vive allí para interceder. “Por esto también puede salvar por completo a los que por medio de el se acercan a Dios, puesto que vive para siempre para interceder por ellos.” Así que tomen cualquier parte que quieran de sus gloriosos logros y encontrarán que hay una clara relación hacia aquellos que están inmersos en la culpa.
Y, amados míos, todos los dones y bendiciones que Jesucristo ha traído para nosotros derivan mucho de su brillo por su relación con los pecadores. Es en Jesucristo que somos elegidos y para mí la gloria de ese amor que elige descansa en esto, que fue dirigido hacia tales objetos sin mérito alguno. ¿Cómo pudo existir una elección si hubiera sido de acuerdo al mérito? Entonces los hombres se habrían clasificado por derecho propio de acuerdo a sus obras. Pero las glorias de la elección brillan con la gracia, y la gracia tiene siempre como su envoltura y como su contenido interno la falta de méritos de los objetos hacia los cuales se manifiesta. La elección de Dios no es de acuerdo a nuestras obras, sino una inmerecida elección de entre los pecadores. Adoremos y maravillémonos.
Vuélvanse a contemplar el llamamiento eficaz, y vean cuán delicioso es verlo como una llamada que vivifica a los muertos, y llama a las cosas que no existen como si existieran, como una llamada a los condenados para darles perdón y favor. Vuélvanse a continuación hacia la adopción. ¿Cuál es la gloria de la adopción, sino que Dios ha adoptado a aquellos que eran extraños y rebeldes para hacerlos sus hijos? ¿Cuál es la belleza especial de la regeneración, sino que aun de estas piedras Dios ha podido levantar hijos a Abraham? ¿Cuál es la belleza de la santificación, sino que ha tomado a criaturas tan impías como somos para hacernos reyes y sacerdotes para Dios, y para santificarnos completamente: espíritu, alma, y cuerpo? Pienso que es la gloria del cielo pensar que aquellos miembros del coro vestidos de blanco estuvieron alguna vez suciamente corrompidos; esos felices adoradores fueron en un tiempo rebeldes contra Dios.
Es un cuadro feliz ver a los ángeles que no cayeron y que conservaron su primer estado, perfectamente puros y para siempre alabando a Dios; pero la visión de los hombres caídos que fueron rescatados divinamente está más llena de la gloria de Dios. Por más que eleven los ángeles sus voces gozosas en corales perpetuos, nunca pueden alcanzar la dulzura especial de esa canción: “Hemos lavado nuestros vestidos y los hemos emblanquecido en la sangre del Cordero.” No pueden entrar experimentalmente en esa verdad que es la gloria que corona al nombre de Jehovah: “Tú fuiste inmolado y con tu sangre nos has redimido para Dios.”
De esta manera he demostrado abundantemente que entre más miremos más claro resulta que el evangelio está dirigido a los pecadores y está especialmente planeado para su beneficio.
III. Ahora, en tercer lugar, es evidente que ES NUESTRA SABIDURÍA ACEPTAR LA SITUACIÓN. Sé que para muchos esta es una doctrina de amargo sabor. Bien amigo, es mejor que cambies tu paladar, porque nunca serás capaz de alterar esa doctrina. Es la verdad del Dios eterno, y no puede ser cambiada. Lo mejor que puedes hacer, ya que el evangelio mira hacia los pecadores, es estar en el lugar hacia donde mira el evangelio; y puedo recomendarte esto, no solamente como política sino por honestidad, porque solamente estarás en el lugar correcto cuando estés allí.
Me parece escuchar que presentan objeciones. “No admiro este sistema. ¿Voy a ser salvo de la misma manera que un ladrón moribundo?” Precisamente así es, señor, a menos que sucediera que te es dada mayor gracia a ti que a él. “Pero tú no quieres decir que en el tema de la salvación ¿voy a ser colocado en el mismo nivel que la mujer que fue una pecadora? He sido puro y casto, y ¿voy a deber mi salvación a la absoluta misericordia de Dios tanto como ella?” Sí señor, digo eso, exactamente así. Sólo hay un principio bajo el cual Dios salva a los hombres, y es el de la gracia inmerecida. Quiero que entiendas esto. Aunque eso se mastique entre tus dientes como granitos de arena y te enoje; no lo lamentaré si llegas a saber qué es lo que quiero decir; porque la verdad todavía puede entrar en tu alma, y todavía te puedes inclinar ante su poder. Oh, hijos de padres piadosos, ustedes jóvenes de excelente moral y conciencias delicadas, a ustedes les hablo, sí, a ustedes. Alégrense de sus privilegios, pero no se jacten de ellos, porque ustedes también han pecado, han pecado contra la luz y el conocimiento, ustedes lo saben. Si no han caído en los pecados más terribles de obras y hechos, sin embargo en el deseo y en la imaginación ya se han extraviado lo suficiente, y en muchas cosas han ofendido terriblemente a Dios. Si, con estas consideraciones ante ustedes, toman su lugar como pecadores no serán deshonrados, sino que simplemente estarán en donde deben estar.
Y entonces recuerden, si obtienen la bendición de esta manera, la habrán obtenido de la manera más segura posible. Supongan que hay un número de salones para los invitados, y yo he ocupado uno de los mejores, pero pudiera ser que no tengo derecho de estar allí. Estoy comiendo y bebiendo de las provisiones para los invitados de mayor rango, y mi boleto no corresponde a esa categoría, y por lo tanto me siento muy incómodo. Cada bocado que doy pienso en mis adentros: “No sé si se me permitirá permanecer aquí, tal vez el Señor de la fiesta venga y me diga, “Amigo, ¿cómo entraste aquí sin estar vestido de boda?” Y con mucha vergüenza debo proceder a tomar mi lugar en un salón de mucha menor categoría.”
Hermanos, cuando comenzamos desde abajo, y nos sentamos en el salón de menor categoría nos sentimos seguros, estamos satisfechos porque lo que tenemos es para nosotros, y no nos será quitado. Tal vez, cuando el rey venga nos pueda llevar a un salón de mejor categoría. No hay nada como comenzar en el lugar más bajo. Cuando me afirmo en la promesa como un santo, tengo mis dudas acerca de ella, pero cuando me agarro de ella como un pecador ya no me cabe ninguna duda. Si el Señor me pide que me alimente de Su misericordia como Su hijo lo hago, pero el diablo me susurra al oído que estoy presumiendo, porque nunca fui realmente adoptado por la gracia; pero cuando llego a Jesús como culpable, como un pecador sin méritos y tomo lo que el Señor libremente me presenta al creer, el diablo mismo no me puede decir que no soy un pecador, o si lo dice la mentira es demasiado clara, y no me ocasiona ninguna preocupación. No hay nada como tener un título irrevocable, y si la descripción de ustedes en el título es que son pecadores, eso es indisputable porque definitivamente lo son. De tal manera que el lugar del pecador es el lugar verdadero de ustedes y su lugar más seguro.
Otra bendición es que es un lugar al que puedes ir directamente, incluso en este mismo momento. Si el evangelio mirara hacia los hombres que tienen un cierto estado de corazón en el que haya virtudes dignas de elogio, entonces ¿cuánto tiempo me tomará elevar mi corazón a ese estado? Si Jesucristo viene al mundo para salvar hombres que tienen una cierta medida de excelencia, ¿entonces cuánto tiempo me tomaría alcanzar esa excelencia? Me puedo enfermar y morir en el lapso de media hora, y oír la sentencia del juicio eterno, y sería para mí un pobre evangelio el que me dijera que posiblemente obtuviera la salvación si alcanzara un estado que me tomaría varios meses para alcanzarlo. En esta hora yo, un moribundo, sé que puedo irme fuera de este mundo y más allá del alcance de la misericordia en el término de una hora; ¡qué consuelo es que ese evangelio venga a mí y se me dé justo ahora, aun en la situación en que me encuentro! Ya estoy en esa posición en la que la gracia comienza con los hombres, porque soy un pecador, y sólo tengo que reconocerlo. Ahora pues, pobre alma, siéntate ante el Señor y di: “Señor, ¿vino tu Hijo a salvar a los culpables? Yo lo soy y confío en Él para que me salve. ¿Murió Él por los impíos? Yo soy uno, Señor, confío en que su sangre me limpie. ¿Su muerte fue por los pecadores? Señor, asumo esa posición. Me confieso culpable. Acepto la sentencia de tu ley como justa, pero sálvame, Señor, pues Jesús murió.” Se ha cumplido; eres salvo. Ve en paz, hijo mío; tus pecados, que son muchos, te son perdonados. Ve, hija mía, sigue tu camino, y regocíjate: el Señor ha quitado tu pecado; no morirás, porque quien cree, está justificado de todo pecado.
Bendito es el hombre a quien el Señor no le culpa de iniquidad y en cuyo espíritu no hay engaño. Vete, entonces a tu verdadera posición, acepta la situación en que la gracia considera que debes de estar. No hables ni de justicia ni de mérito; sino apela a la piedad y al amor.
Cierto hombre había conspirado varias veces contra el primer Napoleón, y eventualmente, estando enteramente en las manos del emperador, se pronunció su sentencia de muerte. Su hija suplicó ardientemente por su vida, y finalmente, cuando obtuvo una audiencia con el emperador, cayó de rodillas ante él. “Hija mía,” dijo el emperador, “es inútil que supliques por tu padre, porque tengo la evidencia más clara de sus múltiples crímenes, y la justicia requiere que muera.” La muchacha le dijo, “Señor, no pido justicia, imploro misericordia. Yo confío en la misericordia de tu corazón y no en la justicia del caso.” La oyó pacientemente, y por su petición se salvó la vida de su padre. Imiten esa súplica y exclamen: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia.”
La justicia no te debe nada sino la muerte, sólo la misericordia puede salvarte. Haz a un lado cualquier idea de poder defenderte exitosamente: admite que no tienes defensa y declárate culpable. Confía en la misericordia de la corte y pide misericordia, misericordia por pura gracia, misericordia inmerecida, favor gratuito: esto es lo que debes pedir, y tal como en la ley hay una forma de juicio llamada in forma pauperis, es decir, en la forma de un indigente, adopta el método y como un hombre lleno de necesidades suplica el favor de las manos de Dios, in forma pauperis, y se te concederá.
IV. Ahora cierro este discurso con el siguiente punto el cual es, ESTA DOCTRINA TIENE UNA GRAN INFLUENCIA SANTIFICADORA. “Eso,” dice alguien, “no lo puedo creer. Seguramente has estado otorgando un valor al pecado al decir que Cristo vino a salvar solamente a los pecadores, y no llama a nadie al arrepentimiento sino a los pecadores.” Queridos señores, he oído ese tipo de comentarios tantas veces que ya me los sé de memoria; las mismas objeciones contra esta doctrina fueron presentadas por los seguidores del Papa en los días de Lutero, y desde entonces por todos los que obtienen beneficios especiales con la buena fe.
La opinión que la gracia inmerecida se opone a la moralidad, no tiene ningún fundamento. Ellos sueñan que la doctrina de la justificación por la fe conducirá al pecado, pero se puede demostrar por la historia que cada vez que esta doctrina ha sido magistralmente predicada, los hombres han sido más santos, y cada vez que esta verdad ha sido oscurecida, ha abundado todo tipo de corrupción. La doctrina de la gracia y la vida sustentada por la gracia encajan perfectamente, y la enseñanza de la ley y una vida sin ley, generalmente se encuentran asociadas.
Vamos a mostrarles el poder santificante de este evangelio. Su primera operación en esa dirección es ésta: cuando el Espíritu Santo hace penetrar la verdad del perdón inmerecido en un hombre cambia completamente sus pensamientos en lo que concierne a Dios. “Qué,” dice él, “¿me ha perdonado gratuitamente Dios de todas mis ofensas por causa de Cristo? ¿Y me ama a pesar de todo mi pecado? ¡Yo no sabía que Él fuera así, tan lleno de gracia y bueno! Pensé que Él era duro; lo llamé tirano, cosechando donde no había sembrado, pero, ¿así siente Él por mí?” “Entonces” dice el alma, “entonces yo lo amo por eso” Hay un cambio radical de sentimiento, en el hombre hay un giro completo tan pronto como él entiende la gracia redentora y el amor hasta la muerte. Al contemplar la gracia se produce la conversión.
Más aún, esta grandiosa verdad hace algo más que cambiar a un hombre, lo inspira, lo derrite, lo vivifica y lo inflama. Esta es una verdad que sacude a las profundidades del corazón y llena al hombre de vivas emociones. Le hablaste acerca de hacer el bien, y de lo justo, y de la justicia, y de la recompensa, y del castigo, y él oyó todo eso que pudo haber tenido una cierta influencia sobre él, pero no lo sintió profundamente. Una enseñanza así es demasiado fría para calentar al corazón. Pero la verdad que llega al corazón del hombre sí le parece nueva y excitante. Va más o menos así: Dios por su pura misericordia, perdona al culpable, y Él te ha perdonado a ti. Entonces, esto lo despierta, lo sacude, toca la fuente de sus lágrimas, y mueve todo su ser. Posiblemente, cuando oye el evangelio por primera vez, no le preocupa y hasta lo odia, pero cuando le llega con poder, tiene un control maravilloso sobre él. Cuando recibe su mensaje como realmente dirigido a él, entonces su frío corazón de piedra se convierte en carne; cálida emoción, amor tierno, humilde deseo, y un sagrado anhelo por el Señor se agitan en su seno. El poder vivificante de esta verdad divina, así como su poder de conversión, nunca pueden ser admirados en exceso.
Además, cuando esta verdad entra en el corazón da un golpe mortal a la arrogancia del hombre. Muchos hombres se hubieran hecho sabios, simplemente pensando que ya lo son; y muchos hombres se hubieran hecho virtuosos, simplemente concluyendo que ya han alcanzado la virtud. He aquí, esta doctrina golpea duramente al cráneo para quitarle la confianza en la propia bondad de ustedes, y hace que ustedes sientan su culpa; y al hacer eso arranca el gran mal del orgullo. Un sentido del pecado es el umbral de la misericordia. Una conciencia de la propia incapacidad, un dolor por todas las ofensas pasadas, es una preparación necesaria para una vida más elevada y más noble. El evangelio excava los cimientos, crea un gran vacío y de esa manera hace un espacio para poner las piedras gloriosas de un noble carácter espiritual, en el lugar debido.
Además, cuando se recibe esta verdad es seguro que brota en el alma un sentimiento de gratitud. El hombre a quien se le ha perdonado mucho con toda seguridad amará mucho a cambio. La gratitud hacia Dios es el grandioso resorte que mueve a la acción santa. Quienes hacen lo justo para ser recompensados por ello actúan de manera egoísta. El egoísmo está en el fondo de su carácter, se abstienen de pecar sólo para que su yo evite el sufrimiento y obedecen sólo para que su yo esté seguro y feliz. El hombre que hace lo justo no por el cielo o por el infierno, sino porque Dios lo ha salvado, y ama a Dios que lo salvó, es verdaderamente el hombre que ama lo justo. El que ama lo justo porque Dios lo ama, se ha levantado del pantano del egoísmo y es capaz de la virtud más elevada, sí, tiene en él una fuente viva, que fluirá y se desbordará en una vida santa mientras viva.
Y, queridos hermanos, pienso que todos verán que el perdón inmerecido para los pecadores promueve una parte del carácter verdadero, es decir, disposición para perdonar a otros, porque a quien se le ha perdonado mucho le resulta fácil perdonar las transgresiones de los demás. Si no lo hace, bien puede dudar si ha sido él mismo perdonado; pero si el Señor ha borrado su deuda de mil talentos él pronto perdonará los cien centavos que su hermano le debe.
Por último, algunos de nosotros sabemos, y quisiéramos que todos lo supieran por experiencia personal, que un sentimiento de favor inmerecido y libre perdón es el alma misma del entusiasmo, y el entusiasmo es para los cristianos lo que la sangre es para el cuerpo. ¿Alguna vez se entusiasmaron ante un discurso frío sobre la excelencia de la moralidad? ¿Sintieron que su alma se sacudía dentro de ustedes al escuchar un sermón sobre las recompensas de la virtud? ¿Alguna vez se entusiasmaron cuando se les habló acerca de los castigos de la ley? De ninguna manera, señores; pero prediquen las doctrinas de la gracia, dejen que el favor soberano de Dios sea exaltado, y observen las consecuencias.
Hay gente que está dispuesta a caminar muchas millas y aguantar juntos sin cansancio durante muchas horas para oír esto. He conocido a los que soportan duras caminatas de muchas millas para escuchar a esta doctrina. ¿Por qué?¿Porque el hombre era elocuente, o porque era buen orador? Nada de eso: algunas veces la predicación ha sido mala, presentada con un lenguaje sin educación, y sin embargo esta doctrina siempre ha movido a la gente. Hay algo en el alma del hombre que está buscando al evangelio de la gracia, y cuando viene, hay hambre para oírlo. Vean como en los tiempos de la Reforma, cuando existía la pena de muerte por oír un sermón: cómo se reunía la gente a medianoche; cómo caminaban largas jornadas hacia los desiertos y las cuevas para escuchar la enseñanza de estas viejas verdades grandiosas.
Hay una dulzura acerca de la misericordia, de la misericordia divina, graciosamente dada, que captura el oído del hombre y sacude su corazón. Cuando esta verdad penetra en el alma engendra entusiastas, mártires, confesores, misioneros, santos. Si hay cristianos serios, y llenos de amor a Dios y al hombre, son aquellos que saben lo que la gracia ha hecho por ellos. Si hay quienes permanecen fieles ante los reproches y llenos de gozo ante las penalidades y las cruces, son aquellos que están conscientes de su deuda hacia el amor divino. Si hay quienes se deleitan en Dios mientras viven, y descansan en Él cuando mueren, son los hombres que saben que son justificados por la fe en Jesucristo que justifica al impío.
Toda la gloria sea para el Señor que elevó al mendigo desde el montón de estiércol y lo puso en medio de los príncipes, los príncipes de Su pueblo. Él toma a los desechados por el mundo y los adopta como miembros de su familia y los hace herederos de Dios por Jesucristo. El Señor nos permite conocer el poder del evangelio sobre nuestro yo pecador. El Señor nos hace querer el nombre, la obra, y la persona del Amigo del Pecador. Ojalá que nunca olvidemos el agujero del pozo del que fuimos sacados, ni la mano que nos rescató, ni la inmerecida bondad que movió a esa mano. A partir de ahora y cada vez con mayor celo tenemos que hablar de la gracia infinita. “Gracia inmerecida y amor hasta la muerte.” Bien dice esa canción espiritual: “Suenen esas campanillas encantadoras.” ¡Gracia inmerecida y amor hasta la muerte, son las ventanas de esperanza del pecador! Nuestros corazones se gozan con esas palabras. Gloria a ti, Oh Señor Jesús, siempre lleno de compasión. Amén.