A pesar del pecado de Israel y pasando con gesto soberano por encima de él, y reservándose el remedio contra él, se realiza una entrega de Dios. Dios se presta a ser el Dios de un pueblo pequeño y despreciado: Israel. Y se presta, a ser un miembro de ese pueblo, un niño, para morir después. Todo esto es una sola obra, se trata de la obra de la redención, del descubrimiento de la intención del amor independiente de Dios hacia los hombres. Esta obra divina es un camino bajo el signo del nombre de Jesucristo en el cual Dios mismo se ha manifestado visiblemente en la tierra, y el cual, es al mismo tiempo, el fin y objeto de la historia del pueblo de Israel, el principio y punto de partida de la Iglesia y, finalmente, también la revelación de la salvación, del cumplimiento pleno de la totalidad de la obra de Dios. En Cristo vive y palpita toda la obra de Dios, y todo aquel que diga “Dios”, en el sentido en que lo dice la Biblia, habrá, de decir necesariamente y sin excepción: Jesucristo.
El nombre de Jesús (“Salvador”) era un nombre conocido que llevaban muchos en la época antigua, pero entre ellos, por ser la voluntad de Dios, Jesús de Nazaret fue el único en el cual se cumplió la promesa divina. Esta promesa es también el cumplimiento de lo que fue prometido a Israel. La revelación de Dios en Jesucristo es exclusiva y la obra de Dios en Cristo es suficiente porque tal hombre no es un ser distinto de Dios, sino el Hijo Único de Dios, esto es la omnipotencia de Dios, gracia y verdad en persona y el auténtico mediador entre Dios y los hombres.
Cuando en la Iglesia se habla de la revelación, no se trata de revelaciones terrenales o místicas sino de la revelación de Dios mismo. Por eso, la realidad de que hablamos, la revelación de Dios en Jesucristo, es exclusiva, amorosa y suficiente, ya que no se trata de una realidad distinta de la de Dios, sino de Dios mismo, del Dios de las alturas, el Creador de los cielos y la tierra, del Todopoderoso.
El Creador, sin como aferrarse a su divinidad, no se convierte en un semidiós, ni en un ángel, sino que se hace muy simple y realmente hombre. Y éste es el significado de la confesión cristiana acerca de Jesucristo, diciendo que él es Hijo Único de Dios. Como Hijo de Dios, es Dios en el sentido que Él se revela por sí mismo. Al ser así, este suceso acontecido en Jesucristo se diferencia verdaderamente como único, exclusivo, y suficiente, se diferencia de todo lo demás. La revelación y la obra de Dios en Jesucristo no es uno de tantos sucesos basados en la voluntad de Dios, sino que es Dios mismo que habla en el mundo de lo creado.
En cuanto a la fe, se trata de que seamos hechos partícipes de la naturaleza divina. La naturaleza divina se ha acercado a nosotros y en la fe somos hechos partícipes de ella en Cristo. Así es Jesucristo el mediador entre Dios y los hombres. Toda nuestra vida debe entenderse de esa verdad. Y es que Dios no quería hacer nada menos en favor nuestro, y algo tan inconmensurable, nos lleva al reconocimiento de cuan profundos son nuestros pecados y nuestras miserias. El mensaje de la Iglesia entera es pronunciado teniendo la mirada en eso tan inconmensurable e insondable que Dios se haya entregado a sí mismo por nosotros. De aquí que en todo discurso verdaderamente cristiano la Iglesia debe creer y confesar, fundamentada en un mensaje basado en Dios mismo, en Cristo. Partiendo de esto surge toda enseñanza, todo consuelo y toda amonestación; consuelo y amonestación que contiene el poder de la obra de Dios, obra que consiste en que El quiere estar por y para nosotros en su Hijo Jesucristo.