Querido lector, ¿eres creyente o no lo eres? Según como respondas a esta pregunta, elegiré el estilo de dirigirme a ti el día de hoy. Yo te pediría como un gran favor para tu propia alma, que esta noche no pienses que estás sentado en una capilla, oyendo a un ministro que está predicando a una gran congregación. Piensa que estás sentado en tu propia casa, en tu propia silla, e imagina que yo estoy a tu lado, sosteniendo tu mano en la mía, hablándote a ti, y solamente a ti; pues así es como deseo predicar hoy a cada uno de mis lectores: uno por uno. Entonces, antes de empezar, quiero que tú me respondas, delante de Dios, esta pregunta solemne y de suma importancia: ¿estás en Cristo o no estás? ¿Has huido buscando refugio en Él, Quien es la única esperanza para los pecadores? O, ¿eres todavía un extraño para la nación de Israel, ignorante de Dios y de Su santo Evangelio? Sé honesto con tu propio corazón, y deja que tu conciencia responda: sí, o no, pues tu condición hoy, responde a una de estas dos situaciones: o estás bajo la ira de Dios, o has sido librado de ella. Tú eres en este día, ya sea el blanco de la ira, o un heredero del reino de la gracia. ¿Cuál de las dos situaciones es tu condición?
En tu respuesta no recurras a ninguno de los condicionantes “si” o “pero”. Responde con sinceridad a tu propia alma; y si tienes alguna duda al respecto, te suplico que no descanses hasta que hayas resuelto esa duda. No utilices esa duda en tu propio provecho, sino más bien úsala en tu contra. Puedes estar seguro que es más probable que te equivoques, en lugar de que estés en lo correcto; y ahora ponte tú mismo en la balanza, y si no inclinas completamente alguno de los platillos, y quedas equilibrado entre los dos, diciendo: “no sé cuál de los dos,” es mejor que te decidas por la peor de las respuestas, aunque te duela, y no que elijas la mejor, siendo engañado, y así prosigas presuntuosamente, hasta que el abismo del infierno te despierte de tu propio engaño. ¿Puedes, entonces, con una mano puesta sobre la santa palabra de Dios, y con la otra mano sobre tu propio corazón, alzar tus ojos al cielo, y decir: “Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo; yo sé que he pasado de muerte a vida; ya no soy lo que antes fui; ‘yo soy el primero de los pecadores, pero Jesús murió por mí;’ y si no estoy terriblemente engañado, hoy soy, ‘un pecador salvado por la sangre, un monumento a la gracia’ ”?
Hermano mío, que Dios te ayude; la bendición del Altísimo sea contigo. Mi texto no contiene truenos para ti. En lugar de este versículo, busquen el versículo 13, y lean allí su herencia: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero).” Así que Cristo fue hecho maldición en tu lugar, y tú estás seguro, si realmente has sido convertido, y si en verdad eres un regenerado hijo de Dios.
Mi querido amigo, estoy solemnemente convencido de que una gran proporción de esta asamblea no se atrevería a afirmarlo; y tú hoy recuerda (pues estoy hablando personalmente a cada uno de ustedes), que eres uno de esos que no se atreve a afirmarlo, pues eres un extraño para la gracia de Dios. Tú no te atreverías a mentir delante de Dios y de tu propia conciencia, y por tanto dices honestamente: “yo sé que nunca he sido regenerado; soy ahora lo que siempre fui, y eso es lo más que puedo decir.” Entonces, contigo tengo que tratar: te exhorto por Él, que juzgará a vivos y muertos, ante Quien tú y yo deberemos presentarnos, que escuches las palabras que predico, pues pudiera ser la última advertencia que oigas jamás, y exhorto también a mi propia alma: sé fiel a estos hombres moribundos, para que no sea hallada al fin en tus faldas, la sangre de las almas, y tú misma seas desechada. Oh Dios, haznos fieles hoy, y danos el oído que oye, y la memoria que retiene, y la conciencia tocada por el Espíritu, en el nombre de Jesús.
En primer lugar, hoy vamos a juzgar al prisionero; en segundo lugar, vamos a decretar su sentencia; y en tercer lugar, si nos enteramos que confiesa sus pecados y se vuelve penitente, vamos a proclamar su liberación; pero no la proclamaremos a menos que comprobemos que lo haga.
I. Entonces, en primer lugar, estamos a punto de JUZGAR AL PRISIONERO.
El texto dice: “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas.” Hombre inconverso, ¿eres culpable o no eres culpable? ¿Has permanecido “en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas”? Me parece que no te atreverías a declararte: “inocente.” Pero voy a suponer por un momento que eres lo suficientemente audaz para hacerlo. Así que, entonces, amigo mío, quieres sostener que has permanecido “en todas las cosas escritas en el libro de la ley.” De cierto la simple lectura de la ley debería ser suficiente para convencerte que estás en el error. ¿Acaso sabes lo que es la ley? Vamos, te voy a dar lo que podría llamarse una pincelada exterior de la ley, pero recuerda que dentro de ella hay un espíritu más profundo, no expresado por las simples palabras.
Escucha estas palabras de la ley: “No tendrás dioses ajenos delante de mí.” ¡Qué! ¿No has amado jamás alguna otra cosa más que a Dios? ¿Nunca has hecho un Dios de tu vientre, o de tu negocio, o de tu familia, o de tu propia persona? ¡Oh!, seguramente no te atreverías a decir que eres inocente en esto. “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. ¡Qué!, ¿nunca en tu vida has puesto algo en el lugar de Dios? Si tú no lo has hecho, yo sí, y muchas veces. Y yo sé que si tu conciencia hablara con sinceridad, te diría: “¡hombre, tú has sido un adorador de las riquezas, has sido un adorador del vientre, te has inclinado delante del oro y la plata; te has postrado delante del honor, te has inclinado ante el placer, has hecho un dios de tu borrachera, un dios de tu concupiscencia, un dios de tu inmundicia, un dios de tus placeres!” ¿Te atreverías a decir que jamás has tomado el nombre de Jehová tu Dios en vano? Si nunca has jurado profanamente, seguramente en la conversación común, has hecho uso algunas veces del nombre de Dios, cuando no debías haberlo hecho. Responde: ¿has santificado siempre ese santísimo nombre? ¿Nunca has nombrado a Dios sin necesidad? ¿Acaso nunca has leído Su libro con un espíritu frívolo? ¿Nunca has oído Su Evangelio sin la debida reverencia? Seguramente eres culpable de esto. Y en cuanto al cuarto mandamiento, relativo a guardar el día de reposo: “Acuérdate del día de reposo para santificarlo.” ¿Nunca lo has quebrantado? ¡Oh, calla la boca y confiésate culpable, pues estos cuatro mandamientos serían suficientes para condenarte!
“Honra a tu padre y a tu madre.” ¿Me dirás que has guardado ese mandamiento? ¿Acaso nunca fuiste desobediente en tu juventud? ¿Nunca has pisoteado el amor de tu madre, y nunca has pugnado con las llamadas de atención de tu padre? Pasa las páginas de tu historia hasta llegar a tu niñez: ve si no puedes comprobar que ya está escrito allí; ay, y tu madurez podría confesar que no siempre has hablado a tus padres como debías, y no siempre los has tratado con ese honor que merecían, y que Dios te mandó que les dieras. “No matarás;” tal vez no has matado a nadie nunca, pero ¿acaso no te has enojado nunca? Cualquiera que se enoja contra su hermano es un asesino; tú eres culpable en esto. “No cometerás adulterio.” Tal vez has realizado actos inmundos y en este preciso día estás manchado de lascivia; pero si has sido muy casto, estoy seguro que no estás exento de culpa, cuando el Señor dice: “Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.” ¿Acaso ningún pensamiento lascivo ha atravesado por tu mente? ¿Acaso ninguna impureza ha sacudido tu imaginación? De seguro que si te atrevieras a afirmarlo, serías un impúdico desvergonzado. Y, ¿acaso nunca has robado? “No hurtarás:” tal vez estás hoy aquí en medio de la multitud con el producto de tu robo; has cometido ese acto; has perpetrado un robo; pero si has sido muy honesto, ha habido momentos en los que has sentido una inclinación a defraudar a tu vecino, hasta podrían haber existido algunos pequeños fraudes, o tal vez algunos más graves que has cometido secreta y silenciosamente, en los que la ley civil no te pudo echar mano, pero que, no obstante, fueron un quebrantamiento de esta ley. Y, ¿quién se atrevería a afirmar que no ha hablado contra su prójimo falso testimonio? ¿Acaso no hemos repetido nunca alguna historia que fuera en detrimento de nuestro vecino y que era falsa? ¿Acaso nunca hemos malinterpretado sus motivos? ¿Acaso nunca hemos entendido siniestramente sus planes? Y, ¿quién de nosotros se atrevería a decir que es inocente del último mandamiento: “No codiciarás”? Pues todos hemos deseado tener más de lo que Dios nos ha dado; y a veces nuestro corazón descarriado ha codiciado cosas que el Señor no nos ha concedido. Vamos, si nos declaramos inocentes, estaríamos anunciando nuestra propia insensatez; pues, en verdad, hermanos míos, la simple lectura de la ley es suficiente, si somos bendecidos por el Espíritu, para conducirnos a declararnos: “culpables, oh Señor, culpables.”
Pero alguien exclama: “yo no me declararé culpable, pues aunque estoy muy consciente que no he permanecido ‘en todas las cosas escritas en el libro de la ley’, he hecho lo mejor que he podido.” Esa es una mentira; delante de Dios es una falsedad. ¡No lo has hecho! No has hecho lo mejor que podías. Ha habido muchas ocasiones en las que pudiste haber realizado un mejor esfuerzo. ¿Acaso aquel joven que está allá, se atrevería a decirme que está haciendo lo mejor que puede ahora? ¿Que no puede reprimir su risa en la casa de Dios? Es posible que sea difícil para él que lo haga, pero es posible que pudiera, si quisiera, refrenarse de insultar a su Hacedor en Su cara. De cierto, ninguno de nosotros ha hecho lo mejor que podía. En cada período, en cada momento, ha habido oportunidades de escapar de la tentación. Si no hubiéramos tenido ninguna libertad de escapar del pecado, podría haber alguna excusa por él; pero ha habido puntos decisivos en nuestra historia cuando habríamos podido decidir por lo correcto o lo incorrecto, pero hemos hecho el mal y hemos evitado el bien, y nos hemos dirigido a ese camino que conduce al infierno.
“Ah, pero yo declaro, señor,” dice otro, “que aunque es cierto que he quebrantado esa ley, sin duda alguna, no he sido peor que mis semejantes.” Y, por cierto, ese es un argumento muy triste, pues ¿de qué te sirve? Ser condenado en grupo no te sirve de más consuelo, que si eres condenado tú solo. Es cierto que no has sido peor que tus semejantes, pero esto no te servirá de nada. Cuando los impíos sean arrojados en el infierno, será de muy poco consuelo para ti que Dios diga: “Apartaos de mí, malditos” a mil personas junto contigo. Recuerda que la maldición de Dios, cuando arrastre a una nación al infierno, será sentida por cada individuo de la muchedumbre de igual manera como si el castigo fuera para un solo individuo. Dios no es como nuestros jueces terrenales. Si sus tribunales estuvieran saturados de prisioneros, podrían sentirse inclinados a tratar superficialmente muchos casos. Pero con Jehová no sucede lo mismo. Él es tan infinito en Su mente, que la abundancia de criminales no será una dificultad para Él. Tratará contigo con la misma severidad y justicia como si no hubiese ningún otro pecador en todo el mundo.
Y yo te pregunto: ¿qué tienes que ver con los pecados de otros hombres? Tú no eres responsable de ellos. Dios determinó que tú te sostengas o caigas por ti mismo. De acuerdo a tus propias acciones serás juzgado. El pecado de la ramera puede ser más grave que el tuyo, pero tú no serás condenado por sus iniquidades. La culpa del asesino puede sobrepasar en mucho tus transgresiones, pero tú no serás condenado por el asesino. Oh, hombre, la religión es algo entre Dios y tu propia alma; y por tanto, te imploro que no mires al corazón de tu vecino, sino a tu propio corazón.
“Ay,” exclama alguien, “pero yo me he esforzado muchas veces para guardar la ley, y pienso que lo he logrado por algún tiempo.” Escucha otra vez la lectura del versículo: “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas.” ¡Oh, señores!, no es algún rubor febril en las mejillas que brota por una irresolución enfermiza, lo que Dios reconoce como la salud de la obediencia. No se trata de una ligera obediencia durante una hora, lo que Dios aceptará en el día del juicio. Él usa la palabra “permaneciere;” y a menos que desde mi más temprana niñez hasta el día en que mis cabellos grises desciendan a la tumba, haya permanecido en obediencia a Dios, deberé ser condenado. A menos que haya servido obedientemente a Dios, desde el primer despertar de la razón, cuando comencé a ser responsable, hasta que, como una mata de trigo, sea juntado en el granero de mi Señor, la salvación por obras será imposible para mí, y yo seré condenado si estoy apoyado en mi propio fundamento. No es, lo afirmo, alguna fluctuante obediencia lo que salvará al alma. Tú no has permanecido “en todas las cosas escritas en el libro de la ley,” y por tanto estás condenado.
“Pero,” dirá otro, “hay muchas cosas que no he hecho, pero a pesar de todo he sido muy virtuoso.” Esa, también, es una pobre excusa. Supón que has sido virtuoso; supón que has evitado muchos vicios: lee mi texto. No es mi palabra, sino la palabra de Dios, léelo: “todas las cosas.” No dice: “algunas cosas.” “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas.” Ahora, ¿has puesto en práctica todas las virtudes? ¿Te has apartado de todos los vicios? ¿Te puedes poner de pie y declarar: “nunca fui un borracho”? Sin embargo, serás condenado, si has sido un fornicario. ¿Respondes acaso: “nunca fui inmundo”? Sin embargo, has quebrantado el día de reposo. ¿Te declaras culpable de ese cargo? ¿Acaso declaras que nunca has quebrantado el día de reposo? Tú has tomado el nombre de Dios en vano, ¿no es cierto? En alguna parte u otra, la ley de Dios te puede herir. Es cierto (deja ahora que hable tu conciencia y afirme lo que yo asevero), es cierto que no has permanecido “en todas las cosas escritas en el libro de la ley.” Es más, estoy convencido que no has permanecido plenamente en ningún mandamiento de Dios, pues el mandamiento es sumamente amplio. No es el acto patente, simplemente, el que condenará a un hombre; es el pensamiento, la imaginación, la concepción del pecado, los que bastan para arruinar al alma. Recuerden, mis queridos lectores, que estoy predicando ahora la propia palabra de Dios, no una rigurosa doctrina de mi propiedad. Si nunca hubiesen cometido un solo acto de pecado, el puro pensamiento de pecado, la simple imaginación del pecado bastaría para arrastrar al alma al infierno para siempre.
Si hubieses nacido en una celda, y no hubieras podido salir nunca al mundo, ya fuera para cometer actos de lascivia, asesinato o robo, bastaría el pensamiento del mal en esa celda solitaria, para apartar tu alma para siempre del rostro de Dios. ¡Oh!, no hay nadie aquí que pueda tener la esperanza de escapar. Cada uno de nosotros debe inclinar su cabeza delante de Dios, y clamar: “culpable, Señor, culpable, cada uno de nosotros es culpable: ‘Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas.’ ” Cuando miro tu rostro, oh Ley, mi espíritu tiembla de horror. Cuando escucho tus truenos, mi corazón se derrite como la cera en medio de mis entrañas. ¿Cómo podría soportarte? Si voy a ser juzgado al fin por mi vida, de seguro no necesitaré un juez, pues yo seré mi propio acusador voluntario, y mi conciencia será un testigo para condenarme.
Pienso que no necesito alargarme más en este punto. Oh, tú, que estás sin Cristo y sin Dios, ¿no permaneces condenado delante de Él? Quítate todas las máscaras, y desecha todas las excusas; que cada uno de nosotros arroje al viento todas sus vanas pretensiones. A menos que contemos con la sangre y la justicia de Cristo para que nos cubran, cada uno de nosotros debe reconocer que esta sentencia cierra las puertas del cielo en nuestra cara, y únicamente nos prepara para las llamas de la perdición.
II. De esta manera he juzgado el carácter, y ha sido encontrado culpable; ahora tengo que DECLARAR LA SENTENCIA.
A los ministros de Dios no les gusta para nada un trabajo como este. Yo preferiría pararme en este púlpito y predicar veinte sermones acerca del amor de Jesús, que predicar uno como este. Muy raramente toco este tema, pues no creo que sea necesario hacerlo a menudo; pero siento que si estas cosas se guardaran completamente en el trasfondo, y la ley no fuera predicada, el Señor no bendeciría ese evangelio; pues Él quiere que ambos temas sean predicados en su medida, y cada uno debe tener su propia prominencia. Ahora, por tanto, óiganme mientras les digo, lleno de tristeza, cuál es la sentencia contra todos ustedes que están sin Cristo, el día de hoy.
Pecador, tú eres maldito en este día. Tú eres maldito, no por algún hechicero cuyo ensalmo imaginario aterra únicamente al ignorante. Has sido maldecido, no por algún monarca terrenal que podría enviar sus tropas contra ti, y apoderarse rápidamente de tu casa y de tu patrimonio. ¡Maldito! ¡Oh, qué terrible cosa es una maldición de cualquier tipo! Qué cosa tan sobrecogedora es la maldición de un padre. Hemos oídos de algunos padres que, conducidos a la locura por la conducta desobediente y ofensiva de sus hijos, han alzado sus manos al cielo, y han implorado una maldición, una maldición fulminante sobre sus hijos. No podemos excusar el acto insensato e irreflexivo de ese padre. No podríamos eximirlo de pecado; pero, oh, la maldición de un padre debe ser horrenda. No puedo imaginar qué sería ser maldecido por la persona que me engendró. Seguramente apagaría la luz del sol de mi historia para siempre, si fuese merecida. Pero ser maldecido por Dios: no tengo palabras para decirles qué debe ser eso. “Oh, no,” dirás, “eso pertenece al futuro; no nos importa la maldición de Dios; no está cayendo sobre nosotros ahora.” No, alma, sí está cayendo. La ira de Dios está sobre ti, incluso ahora. Todavía no has llegado al punto de conocer la plenitud de esa maldición, pero maldito eres en esta misma hora. Todavía no estás en el infierno; todavía Dios no se ha agradado en cerrar las entrañas de Su compasión, y arrojarte para siempre de Su presencia; pero a pesar de todo ello, eres maldito. Busca el pasaje en el libro de Deuteronomio, y comprueba cómo la maldición es algo que está presente en el pecador. En el capítulo 28 de Deuteronomio, en el versículo 15 y siguientes, leemos todo esto como la sentencia del pecador: “Maldito serás tú en la ciudad,” donde realizas tus negocios, Dios te maldecirá. “Y maldito en el campo,” donde tomas tu recreo; donde vayas, allí te alcanzará la maldición. “Maldita tu canasta, y tu artesa de amasar. Maldito el fruto de tu vientre, el fruto de tu tierra, la cría de tus vacas, y los rebaños de tus ovejas. Maldito serás en tu entrar, y maldito en tu salir.” Hay algunos hombres sobre quienes esta maldición es muy visible. Ellos alcanzan riquezas, pero allí está la maldición de Dios en sus riquezas. Yo no querría tener el oro de algunos hombres ni por todas las estrellas, aunque fueran de oro: y si pudiese tener toda la riqueza del mundo, pero tuviera que tener la avaricia del tacaño, preferiría ser pobre que tener esa riqueza. Hay algunos hombres que son visiblemente malditos. ¿No ves al borracho? Él es maldito, no importa dónde vaya. Cuando llega a su casa, sus pequeños hijos suben corriendo a sus camas, pues tienen miedo de ver a su propio padre; y cuando crecen un poco más, comienzan a beber igual que él, y lo seguirán y lo imitarán; y ellos también comenzarán a blasfemar, de tal manera que el borracho es maldito en el fruto de su cuerpo. Él pensó que no era tan malo que fuera un borracho y que blasfemara; oh, pero qué dolor atraviesa la conciencia del padre, si es que tiene conciencia, cuando ve a su hijo siguiendo sus pasos. La borrachera atrae tal maldición sobre un hombre, que no puede disfrutar lo que come. Maldita es su canasta y su artesa de amasar. Y en verdad, aunque un vicio dé la impresión que atrae la maldición más que otros, todo pecado acarrea la maldición, aunque no siempre la veamos.
¡Oh!, tú que estás sin Dios, y sin Cristo, y eres un extraño para Jesús, tú eres maldito donde te sientes, y maldito donde te pares; maldita es la cama sobre la que te acuestas; maldito el pan que comes; maldito el aire que respiras. Todo es maldito para ti. No importa donde vayas, eres un hombre maldito. ¡Ah!, ese es un pensamiento espantoso. ¡Oh!, algunos de ustedes son malditos hoy. ¡Oh, que un hombre tenga que decir eso de sus hermanos! Pero debemos decirlo, o no seríamos fieles a sus pobres almas agonizantes. Oh, Dios quiera que alguna pobre alma dijera en este lugar: “entonces yo soy maldito en este día; maldito por Dios, y maldito por Sus santos ángeles: ¡maldito! ¡Maldito! ¡Maldito! Soy maldito pues estoy bajo la ley.” Pienso en verdad que, con la bendición de Dios el Espíritu Santo en ella, sólo se necesita esa única palabra: “¡maldito!” “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas.”
Pero ahora, querido lector, tú que te encuentras en este estado, impenitente e incrédulo, tengo trabajo por delante antes de concluir. Recuerda, la maldición que reciben los hombres en esta vida, no es nada comparada con la maldición que caerá sobre ellos en el más allá. En unos breves años, tú y yo vamos a morir. Vamos, hablaré contigo sobre una base personal otra vez: joven amigo, pronto envejeceremos, o, tal vez, moriremos antes de ese momento, y seremos colocados en nuestras camas (la última cama sobre la que dormiremos jamás), y vamos a despertar de nuestro último sueño para oír las lúgubres nuevas que no tenemos esperanza; ¡el médico tomará nuestro pulso, y asegurará solemnemente a nuestros parientes que todo ha terminado! Y yaceremos inmóviles en ese cuarto, donde todo calla excepto el tictac del reloj, y el llanto de nuestra esposa e hijos; y vamos a morir. ¡Oh, cuán solemne será esa hora cuando tengamos que combatir con ese enemigo, la Muerte! Los estertores de la muerte están en nuestra garganta (a duras penas podemos articular algo), tratamos de hablar, el barniz de la muerte está sobre nuestros ojos: la Muerte ha puesto sus dedos en esas ventanas del cuerpo, y ha apagado la luz para siempre; las manos se niegan a alzarse, y allí estamos, ¡acercándonos a los límites de la tumba! ¡Ah, ese momento, cuando el espíritu ve su destino; ese momento, el más solemne de todos los momentos, cuando el alma mira al mundo venidero a través de los barrotes de su jaula! No, no puedo decirles lo que siente el espíritu, si es un espíritu impío, cuando ve el trono ardiente del juicio, y oye los truenos de la ira de Todopoderoso, cuando no hay sino un instante entre eso y el infierno. ¡No puedo describirles cuál será el terror que sentirán los hombres, cuando experimenten aquello que a menudo escucharon! ¡Ah!, está bien que se rían de mí esta noche. Cuando se vayan, será algo divertido hacer un chiste relativo a lo que dijo el predicador; que comenten entre sí, y se diviertan con todo esto. Pero cuando estén en sus lechos de muerte, no se reirán. Ahora, la cortina está cerrada y no pueden ver las cosas del futuro; está bien que se diviertan. Cuando Dios corra esa cortina y se den cuenta de la solemne realidad, no van a poder encontrar bromas en su corazón. Acab, sentado en su trono, se reía de Micaías. Sin embargo, no leemos que Acab se haya reído de Micaías cuando la flecha se clavó por entre las junturas de su armadura. En los tiempos de Noé, la gente se reía del viejo; le llamaban un necio decrépito, no lo dudo, porque les decía que Dios estaba a punto de destruir la tierra con un diluvio. Pero, ¡ah!, ustedes burladores, ustedes no se reían en aquel día cuando las cataratas estaban desplomándose del cielo, y cuando Dios abrió las puertas del gran abismo, y dio la orden a todas las aguas escondidas que salieran con ímpetu a la superficie; entonces se dieron cuenta que Noé tenía razón. Y cuando se aproxime la hora de su muerte, tal vez ustedes no se reirán de mí. Dirán, cuando estén en ese trance: “puedo recordar que una cierta noche caminé a la calle Park Street; escuché a un hombre que hablaba muy solemnemente; en aquel momento decidí que no me gustaba, pero sabía que era sincero, tenía la certeza que quería mi bien; ¡oh, que hubiera escuchado con atención su consejo; oh, que hubiera considerado sus palabras!
¡Ah!, no hace mucho, un hombre que se había reído y se había burlado de mí muchas veces, fue un domingo a Brighton, para pasar ese día en una excursión. ¡Regresó esa misma noche para morir! El lunes por la mañana, cuando se estaba muriendo, ¿a quién creen que buscó? ¡Necesitaba que viniera el señor Spurgeon! Necesitaba al hombre del que siempre se había reído; necesitaba que viniera y le enseñara el camino al cielo, y le señalara al Salvador. Y aunque me alegré de ir, fue una tarea triste tener que hablarle a un hombre que acababa de quebrantar el día de reposo, y que había gastado su tiempo al servicio de Satanás, y había regresado a casa a morir. Y efectivamente se murió, sin una Biblia en su hogar, sin que se ofrecieran oraciones por él, excepto la oración que yo ofrecí junto a su lecho.
¡Ah!, es extraño cómo la visión del lecho de un moribundo puede ser bendecida para estimular nuestro celo. Hace un año, más o menos, estuve junto al lecho de un pobre muchacho, de aproximadamente dieciséis años de edad, que había estado bebiendo hasta provocar su muerte, en un episodio alcohólico que tuvo lugar como una semana antes. Cuando le hablé acerca del pecado y de la justicia, y del juicio venidero, sé que tembló, y pensé que se había aferrado a Jesús. Cuando bajé las escaleras, después de orar por él muchas veces, y de tratar de que mirara a Jesús, y no teniendo sino una débil esperanza de su salvación final, pensé dentro de mí: ¡Oh Dios!, quisiera poder predicar cada hora, y cada momento del día, las inescrutables riquezas de Cristo; pues qué cosa tan terrible es morir sin un Salvador. Y luego recordé cuántas veces había estado en el púlpito, y no había predicado con el denuedo con que debí haber predicado; cómo he narrado con frialdad la historia del Salvador, cuando debí haber llorado torrentes de lágrimas, con emoción abrumadora. En muchas ocasiones he ido a mi cama, y he llorado hasta quedarme dormido, porque no he predicado como he deseado, y sucederá lo mismo esta noche. Pero, ¡oh, la ira venidera! ¡La ira venidera! ¡La ira venidera!
Mis queridos lectores, los temas de los que ahora hablo no son sueños, ni fraudes, ni chifladuras, ni viejas historias de comadres. Son realidades y pronto las verificarán. Oh pecador, tú que no has permanecido en todas las cosas escritas en el libro de la ley; tú que no tienes a Cristo; se aproxima el día cuando estas cosas estarán frente a ti, como cosas reales, solemnes y terribles. Y entonces; ¡ah!, entonces; ¡ah!, entonces, ¿qué harás? “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio.” Oh, imagínense:
“La pompa de ese tremendo día, Cuando Cristo venga con las nubes.”
Creo que veo ese terrible día. La campana del tiempo ha tañido el último día. Ahora viene el funeral de las almas condenadas. Tu cuerpo se acaba de levantar de la tumba, y te desatas la mortaja encerada, y miras hacia arriba. ¿Qué es lo que veo? ¡Oh!, ¿qué es lo que oigo? Oigo una explosión tremenda y terrible, que sacude los pilares del cielo, y hace que el firmamento se tambalee de espanto; la trompeta, la trompeta, la trompeta del arcángel sacude los últimos límites de la creación. Miras y quedas pasmado. Súbitamente se escucha una voz, y unos dan alaridos, y otros cantan himnos, Él viene, Él viene, Él viene; todo ojo le verá. Allí está; el trono descansa sobre una nube, blanca como el alabastro. Allí está sentado. “Es Él, el Hombre que murió en el Calvario (veo Sus manos traspasadas), pero, ¡ah, cuán cambiado está! No tiene una corona de espinas. Estuvo ante el tribunal de Pilato, pero ahora la tierra entera debe estar ante Su tribunal. Pero ¡escuchen! La trompeta suena otra vez: el Juez abre el libro, hay un silencio en el cielo, un solemne silencio: el universo está quieto. “Junta a mis escogidos y a mis redimidos de los cuatro vientos del cielo.” Rápidamente son juntados. Y como el brillo de un relámpago, el ala de ángel divide a la multitud. Aquí están los justos todos congregados; y, pecador, allá estás tú, a la izquierda, dejado fuera, entregado a soportar la sentencia ardiente de la ira eterna. ¡Escucha! Las arpas del cielo tocan dulces melodías; pero a ti no te traen ningún gozo, mientras los ángeles están repitiendo la bienvenida del Salvador a Sus santos. “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo.” Ustedes han tenido ese momento de respiro, y ahora Su rostro está acumulando nubes de ira, y el trueno está en Su frente; te mira a ti que le has despreciado, a ti que te burlaste de Su gracia, que despreciaste Su misericordia, a ti que quebrantaste Su día de descanso, a ti que te mofaste de Su cruz, a ti que no aceptaste que reinara sobre ti; y con una voz más fuerte que diez mil truenos, Él clama: “Apartaos de mí, malditos.” Y luego: … no, no continuaré. No hablaré de las llamas inextinguibles. No voy a hablar de los padecimientos del cuerpo, ni de las torturas del espíritu. Pero el infierno es terrible; la condenación es aflictiva. ¡Oh, escapa! ¡Escapa! ¡Escapa, para que, allí donde estás, no tengas que aprender tal vez qué significan los horrores de la eternidad, en el golfo de la eterna perdición! “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas.”
III. LIBERACIÓN PROCLAMADA.
“Nos has condenado a todos,” exclama uno. Sí, pero no he sido yo: Dios lo ha hecho. ¿Estás condenado? ¿Sientes esta noche que estás condenado? Ven, otra vez, déjame tomar tu mano, hermano mío: sí, puedo mirar alrededor de toda esta asamblea, y puedo decir que no hay nadie en este lugar a quien no ame como a un hermano. Si le hablo con severidad a cualquiera de ustedes, es para que sepa la verdad. Mi corazón y mi espíritu entero están conmovidos por ustedes. Mis palabras más duras están mucho más llenas de amor que las suaves palabras de los ministros que hablan con tranquilidad, y que dicen: “paz, paz;” y no hay paz. ¿Ustedes piensan que me causa placer predicar de esta manera? ¡Oh!, preferiría mucho más estar predicando acerca de Jesús; de Su dulce y gloriosa persona, y de Su justicia que es completamente suficiente.
Ahora ven aquí, y platiquemos con dulces palabras antes de terminar. ¿Sientes que estás condenado? ¿Dices: “Oh, Dios, yo confieso que serías justo, si hicieras todo esto conmigo”? ¿Sientes que no puedes ser salvado jamás por tus propias obras, sino que estás totalmente condenado por tu pecado? ¿Odias al pecado? ¿Te arrepientes sinceramente? Entonces, déjame decirte cómo puedes escapar.
Hombres y hermanos, Jesucristo, de la simiente de David, fue crucificado, muerto y sepultado; ahora ha resucitado, y está sentado a la diestra de Dios, donde también intercede por nosotros. Él vino a este mundo para salvar a los pecadores, por Su muerte. Él vio que los pobres pecadores eran malditos: Él tomó la maldición sobre Sus propios hombros, y nos salvó de ella. Ahora, si Dios ha hecho maldición a Cristo por algún hombre, no maldecirá a ese hombre de nuevo. Tú me preguntas, entonces: “¿fue Cristo hecho maldición por mí!” Respóndeme esta pregunta, y yo te lo diré: ¿te ha enseñado el Espíritu que eres maldito? ¿Te ha hecho sentir la amargura del pecado? ¿Te ha conducido a clamar: “Dios, sé propicio a mí, pecador”? Entonces, mi querido amigo, Cristo fue hecho maldición por ti; y tú no eres maldito. Tú no eres maldito ahora. Cristo fue hecho maldición por ti. Ten ánimo; si Cristo fue hecho maldición por ti, tú no puedes ser maldito de nuevo. “¡Oh!” dirá alguno, “si pudiera estar convencido que fue hecho maldición por mí.” ¿Le ves sangrando en el madero? ¿Ves Sus manos y Sus pies goteando sangre? Míralo, pobre pecador. Ya no te mires más a ti mismo, ni a tu pecado; mírale a Él y sé salvo. Todo lo que te pide que hagas es que mires, y Él te ayudará a hacer incluso eso. Ven a Él, confía en Él, cree en Él. Dios el Espíritu Santo te ha enseñado que tú eres un pecador condenado.
Ahora, te suplico, oye esta palabra y créela: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.” Oh, puedes decir: “yo creo en esta Palabra (es verdadera), bendito sea Su amado nombre; es verdad para mí, pues independientemente de lo que no soy, yo sé que soy un pecador; el sermón de hoy me ha convencido de ello, aunque no me hubiera convencido de otra cosa; y, buen Señor, tú sabes que cuando digo que soy un pecador, no quiero decir lo que antes solía decir mediante esa palabra. Quiero decir que soy un pecador real. Quiero decir que si Tú me condenaras, lo merezco; si Tú me echaras de Tu presencia para siempre, sería únicamente lo que he ameritado en abundancia. Oh, mi Señor, yo soy un pecador; soy un pecador desahuciado, a menos que Tú me salves; soy un pecador sin esperanza, a menos que tú me sanes. No tengo ninguna esperanza en mi justicia propia; y, Señor, bendigo Tu nombre, y digo algo más: yo soy un pecador doliente, pues el pecado me aflige; no puedo descansar, estoy atribulado. Oh, si pudiera deshacerme del pecado, sería santo como Dios es santo. Señor, yo creo.”
“¡Cómo, señor, creer que Cristo murió por mí simplemente porque soy un pecador!” Sí, así es. “No, señor, pero si yo tuviera un poquito de justicia, si pudiera orar bien, entonces podría pensar que Cristo murió por mí.” No, eso no sería fe del todo, eso sería confianza en el yo. La fe cree en Cristo cuando ve que el pecado es negro, y confía en Él para quitarlo por completo. Ahora, pobre pecador, con todo el pecado que tienes, toma esta promesa en tus manos, y vete a casa el día de hoy, o si pudieras, hazlo antes de llegar a casa: vete a casa, digo, sube a tu aposento, solo, de rodillas junto a tu cama, y derrama tu corazón: “oh, Señor, todo lo que ese hombre dijo es verdad; estoy condenado, y, Señor, yo lo merezco. Oh, Señor, he tratado de ser mejor, y no he logrado nada, sino todo lo contrario, me he vuelto peor. Oh, Señor, he restado importancia a Tu gracia, y he despreciado Tu Evangelio: me sorprende que no me hayas condenado hace años; Señor, me maravilla que hayas permitido vivir a un miserable tan ruin, como soy yo. He despreciado la enseñanza de una madre, y he olvidado las oraciones de un padre. Señor, yo te he olvidado; he quebrantado el día de reposo, he tomado Tu nombre en vano. He hecho todo lo que es malo; y si Tú me condenas, ¿qué puedo decir? Señor, me quedo mudo ante Tu presencia. No tengo nada que argumentar. Pero Señor, vengo a decirte el día de hoy que Tú has dicho en la Palabra de Dios: “Al que a mí viene, no le echo fuera.” Señor, yo vengo: mi único argumento es que Tú has dicho: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.” Señor, yo soy un pecador; Él vino para salvarme a mí; confío en ello (ya sea que me hunda o nade), Señor, esta es mi única esperanza: desecho cualquier otra, y me odio al pensar que jamás haya tenido otra esperanza. Dios, yo descanso únicamente en Jesús. Sálvame, te lo pido, y aunque no espero borrar mi pecado pasado con mi vida futura, oh Señor, te pido que me des un nuevo corazón y un espíritu recto, para que a partir de este momento y por siempre, camine en la senda de Tus mandamientos: pues, Señor, no deseo nada sino sólo ser Tu hijo. Oh, Señor, renunciaría a todo porque Tú me amaras; y estoy motivado a pensar que Tú me amas; pues así lo siente mi corazón. Soy culpable, pero nunca habría sabido que soy culpable, si Tú no me lo hubieras enseñado. Soy vil, pero nunca habría conocido mi vileza, si Tú no me la hubieras revelado. Ciertamente, Tú no me destruirás, oh Dios, después de haberme enseñado esto. Si lo hicieras, serías justo, pero:
“Salva a un pecador tembloroso, Señor, Cuyas esperanzas revolotean alrededor de Tu Palabra, Quisiera descansar sobre alguna dulce promesa allí; Algún apoyo seguro contra la desesperación.’”
Si no pudieras orar con una oración tan larga como esa, te digo que vayas a casa y digas esto: “Señor Jesús, yo sé que no soy absolutamente nada; sé Tú mi precioso todo en todo.”
Oh, yo confío en Dios, que habrá algunas personas hoy que serán capaces de orar de esa manera, y si es así, que toquen las campanas del cielo; canten ustedes serafines; griten, ustedes los redimidos; pues el Señor lo ha hecho, y gloria sea dada a Su nombre, por toda la eternidad.
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Fuente: Logos Software | Sermones de Charles Spurgeon | Bajo licencia de dominio público.
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