Por Juan Paulo Martínez
En general no escribo sobre mi. Pero hoy pienso ahondar un poco sobre un episodio de mi vida a propósito de lo que me parece una antropología cristiana de “Drive Thru”((Es un tipo de servicio proporcionado por una empresa que permite a los clientes comprar productos sin dejar sus coches. Wikipedia)).
Dicha historia tiene tres partes: primero, la parte en que yo me deprimí, luego la parte en que desarrollé un padecimiento grave de ansiedad y finalmente la parte en que me curé.
A vuelo de pájaro, mi depresión tuvo como preámbulo un agotamiento físico y mental gigantesco. En esa época yo era parte de una iglesia arminiana wesleyana. Mi día se dividía en tres partes: mi asistencia al seminario, mi trabajo como académico y mi trabajo como padre y esposo. Dormía unas 4 horas diarias. Y mis días de descanso trabajaba en la Iglesia y sus ministerios. Llegó el momento en que mis días se oscurecieron y perdí las ganas de hacer las cosas. Quería escapar. Lloré tanto que colapsé. Aún así continué adelante en todo lo que hacia, con la poca fuerza que tenía, en medio de mareos y fatiga. Un zombi. El consejo pastoral que recibí en esta primera parte fue este: “Todo lo puedes en Cristo que te fortalece. No somos nada. Él es todo. Ora”.
La segunda parte inició cuando la depresión se convirtió en ansiedad. Mi cuerpo no podía estar quieto. Sudaba y me quedaba sin oxígeno. Me desvanecía. No soportaba estar entre la gente. Naturalmente, todas mis actividades se tornaron casi imposibles. No hallaba qué hacer. Lo que más me atormentaba era la responsabilidad que tenía delante de mi: un bebé que cuidar y una esposa que proveer. En esa época conocí las Doctrinas de la Gracia. No la Teología del Pacto. Y comencé a asistir a una Iglesia presbiteriana. Mejoré pero el cansancio no cedía. Colaboré en la fundación de un seminario y de un par de bibliotecas, así como fungí como maestro de jóvenes y principal en el ministerio de educación de la iglesia local. El consejo pastoral que recibí en esta segunda parte fue este: “Todo lo puedes en Cristo que te fortalece. No somos nada. Él es todo. Ora”.
La tercera parte de la historia, la cura, comenzó después de que renuncié a mi trabajo, cuando mi madre me obligó a ir al psiquiatra. Sí. Era un doctor cristiano. Me miró y me dijo: “Para trabajar contigo primero te tenemos que quitar todos esos pánicos”. Lo vi con sospecha y le dije: “¿Quitármelos? ¿Eso se quita?”. “Sí se quita”, concluyó. Yo no le creía nada. Había atravesado por unos tres años en los que la frustración se había convertido en parte de mi vida. Estaba acostumbrado. Creía que eso era lo que Dios quería para mi. Al fin y al cabo, yo “no era nada” y la solución era “orar”. Me tragué la “teología de la derrota”. No de la cruz. Ni tampoco de la gloria. De la derrota.
El doctor me dio un par de pequeños trozos de medicamento para tomar a diario. Lo que pasó fue increíble. Una pizca de medicina me retiró por primera vez luego de tres años el torbellino de efectos destructores en mi cuerpo. Recuerdo haberme sentado en el patio con los pies subidos sobre una pequeña mesa de jardín sintiéndome tranquilo por primera vez en muchísimo tiempo. Tomé el tratamiento por alrededor de un año y luego lo dejé.
Para aclarar, Dios me sanó a través de lo que ordinariamente hace: utilizando las causas secundarias, a los doctores, a los hermanos en oración, a la familia, etcétera. También hay que apuntar que no todas las personas que atraviesan por problemas similares logran salir del modo que yo lo hice. Conozco gente que toma medicina desde hace décadas.
Pero lo más importante es indicar que en las iglesias a veces hay una visión teológica antropológica de “Drive Thru”, es decir, de concepciones sobre el ser humano delante de sí mismo y de Dios extremadamente limitadas y simplistas, “rápidas” y sin profundidad. Pocas veces el ministerio está capacitado para ayudar a algún hermano que padece ansiedad y depresión. La solución se reduce a “orar y esperar en Él”. No me malinterpreten: la oración es indispensable, es eficaz y fundamental para nuestra relación con Dios. Pero así como una persona sin comer por no querer trabajar no puede esperar que la oración “le haga el milagro” de alimentarlo sin esforzarse por ganar el pan, así tampoco una persona enferma debe dejar de procurar la medicina asumiendo contra el consejo médico que “solo necesita de Dios para sanar”.
Un poco peor están los hermanos que no solo no saben ayudar sino que enseñan que un cristiano no debería jamás deprimirse ni experimentar ansiedad. La honda ignorancia de la persona humana de muchos cristianos les ha llevado a concluir que el que se deprime quizá no es cristiano “porque los cristianos viven en el Espíritu y no en depresión”. Gente así abunda. No comprenden que la ansiedad y depresión son condiciones médicas como cualquier otra enfermedad. Bastaría juzgar toda migraña del hermano como “problema espiritual de pecado o falta de discernimiento” para que algunos comprendieran el punto.
Por eso yo leo muchas publicaciones en redes sociales que califico de peligrosas. Sobre todo porque no están injertadas en su contexto. Aforismos vestidos de piedad cristiana tales como: “No eres nadie” “eres peor de lo que crees” “es mejor llorar que tener éxito” “agacha siempre la cabeza para ser humilde”, entre otras, van construyendo la “teología del fracaso”, esa según la cual entre más amolado estés e invisible seas más santo y agradable serás para Dios. Así, perder el trabajo, ser humillado todos los días por vecinos y desconocidos y vivir siendo constantemente traicionado tienen en sí la virtud de la santificación.
A diferencia de la “teología del fracaso” la Teología de la cruz nos hace mirar la gracia inmerecida de Dios que a cambio de nuestro pecado nos otorga la salvación en la expiación de Cristo. Así podemos decir con Lutero “Sola crux est nostra theologia”. Aprendemos que nuestros sufrimientos llevan la nota del llamado de Cristo a cargar la cruz y seguirle. Entendemos que somos pecadores que experimentamos la lucha espiritual pero que de Dios recibimos el gozo de la salvación, por la fe, sin méritos propios. Es en esta tesitura que no podemos sostener que nuestras frustraciones nos elevan de algún modo hacia Dios ni tampoco que nos alejan de él: porque la gracia y misericordia de Dios no dependen de nosotros. Él nos las otorga gratuitamente por la fe en Jesús.
Tenemos que aceptar que hay mucha teología carismática entre nosotros. Mucha irracionalidad. Algunos cristianos quieren seguir viviendo en una burbuja alejados de la ciencia, cualquiera que esta sea. La psicología y psiquiatría, que vienen al caso, son dos áreas que tienen poquísima comprensión de parte de los cristianos. Hay quienes no saben distinguir entre la psicología humanista vertida en los púlpitos y la psicología como herramienta de esclarecimiento relacional. Tampoco se entiende la distinción entre los fármacos psiquiátricos y la condición espiritual del paciente. Eso es común y hasta justificable. Pero lo que no se vale es tapar la propia incapacidad para auxiliar a otros con un “ora y espera en Dios”.
Ahora que veo atrás me siento muy agradecido. Con la gente, con la Iglesia y con la ciencia que Dios usó para responder mi oración. Este agradecimiento solo es posible porque Dios otorgó los medios para darme la salud. Puedo decir:
Si el SEÑOR no hubiera sido mi socorro, pronto habría habitado mi alma en lugar del silencio. Sal.94.17.
¡Aleluya!
Publicado con permiso del autor, artículo publicado originalmente en https://medium.com/@JPauloMartinez/.